Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
-Crónica social del libro “Turismo cultural por Colombia”, publicado en Amazon-
BARÚ, foto de Wikipedia.
“Me llamo Dilson”, declara mientras exhibe una sonrisa franca, abierta, de oreja a oreja, que muestra unos dientes blancos, muy blancos, en contraste con su rostro negro, brillante, tostado por el sol. También dice sus apellidos, pero no se le entienden. Las palabras atropelladas, entrecortadas, impiden por momentos descifrar su lenguaje, aunque éste sea nuestro mismo idioma español.
Riega sobre la mesa, bajo el techo de paja (en un típico restaurante costeño, donde él, por lo visto, se siente en casa) sus artesanías que tanto atraen a los turistas nacionales y extranjeros: collares y aretes, pulseras y llaveros…, todo hecho en corales y piedras semipreciosas de la región, para que los compradores -explica, mostrando sus dotes de vendedor- se lleven estos regalos “tan bonitos y baratos”.
“No compre si no quiere; sólo mire”, advierte con un collar que cuelga en los largos dedos de su mano derecha, también con uñas blancas, muy blancas, y siempre con su sonrisa, que nunca le falta. Además, siempre habla a las carreras, aunque no tenga prisa. El afán, tan común en los tiempos que corren, no figura en su vocabulario.
Como tampoco parece conocer el significado de la prudencia, de ser reservado o guardar para sí asuntos que otros consideran personales, privados, no de interés público. ¡Qué va! Cuenta sin esfuerzo, sin que nadie le obligue y como el hecho más natural del mundo, qué es y de dónde viene, qué hace y cómo es su vida acá, en Barú, una de las 27 pequeñas islas -“La más grande de todas”, asegura-, que están cerca de Cartagena.
“Somos baruleños, pero todos nos dicen isleños. Sí, somos isleños”, precisa cuando uno ya empieza a entender mejor lo que dice.
Auge del turismo
Reside en Santa Ana, una de las tres poblaciones, con apenas 2.800 habitantes, que hay en la isla de Barú -“La más grande”, insiste-.
Aquí vive con su familia: esposa e hijos, igual que lo hicieron sus padres y abuelos, los únicos ancestros hasta quienes logra remontar sus recuerdos de infancia. Nunca han salido de Barú, como no sea hacia Cartagena y otros sitios vecinos, todos de la Costa, siempre de paso, para hacer alguna vuelta. Como cuando él va a traer su mercancía de la Sierra Nevada de Santa Marta, por ejemplo.
Claro que las cosas de antes eran diferentes. Sí, había más pobreza; la “gente extraña” poco venía por estos lados, y no se vivía sino de la agricultura y la pesca. Cuando el tiempo era malo, cuando la cosecha se perdía por la sequía o un fuerte invierno, todos aguantaban hambre, sin excepción. Hasta los niños y ancianos no tenían que comer.
Por fortuna, tan crítica situación empezó a cambiar con el turismo, hace más de treinta años, cuando Dilson era apenas adolescente. Así, fueron llegando más y más personas del interior, seducidas por la espectacular belleza de un lugar todavía en estado primitivo, como recién creado el mundo, en medio de la tranquilidad absoluta que los citadinos nunca imaginaban. Y el dinero comenzó a circular por las calles polvorientas, arenosas, de Santa Ana, como en las otras dos poblaciones de la isla.
La pobreza, sin embargo, les perseguía. Había nuevos recursos económicos, pero eran insuficientes. Mejoraban las cosas, pero no tanto. Y el gobierno, con los políticos que les prometían hacer de aquel sitio un paraíso, nada que cumplía sus promesas, entre otras razones porque los dineros oficiales desaparecían por arte de magia. Se los robaban, mejor dicho.
“La salvación fue don Julio Mario Santo Domingo”, comenta Dilson, al tiempo que saca más y más cosas de su enorme bolso, un verdadero tesoro para él.
Fundación Santo Domingo
Y es que “el difunto don Julio Mario”, como prefiere llamarle, se apareció por estos lados hace como medio siglo, cuando obviamente el auge del turismo no había surgido y todos los isleños vivían -o a duras penas sobrevivían- de la pesca y la agricultura, aunque ya existían también los artesanos, más por tradición que por negocio, algo inconcebible en aquellos tiempos.
Llegó con su enorme fortuna, compró tierras en la serranía (donde trabajaban algunos parientes mayores del negro Dilian) y hasta adquirió una de las islas de Barú, entre las 27 mencionadas arriba.
Como, además, el difunto era también costeño, de Barranquilla, se sentía como en su propia casa, igual que en Cartagena, sobre todo en la Ciudad antigua, donde fue propietario de una hermosa casona colonial.
Luego, con el paso de los años, trajo a la Fundación Mario Santo Domingo (bautizada en honor a su padre), entidad que era la expresión de su responsabilidad social como empresario, pues durante la última etapa de su larga vida, cuando la Responsabilidad Social Empresarial -RSE- se puso de moda entre los principales magnates del planeta, invirtió en grandes proyectos sociales para beneficio de los sectores más pobres de la población (sobre todo en áreas educativas y culturales, desde sus cuantiosos aportes a un fondo de becas en la Universidad de los Andes hasta el espectacular teatro que lleva su nombre en Bogotá).
Y claro, los humildes habitantes de Barú, en especial los de Santa Ana, tampoco fueron ajenos a tales beneficios, pues la Fundación llegó para quedarse y montar programas a favor de los humildes artesanos y pescadores, sea con máquinas modernas (pulidoras, tornos, taladros…) o con los equipos de pesca necesarios para aumentar su productividad, como en efecto ocurrió.
Como si eso fuera poco, Santo Domingo abrió un colegio para niños y jóvenes, con beca universitaria cada año al mejor bachiller, y en esta forma la capacitación fue mejorando las actividades laborales, con crecientes ganancias económicas que elevaban también su calidad de vida.
“Gracias a Dios”, concluye Dilson con gratitud, en justo reconocimiento a su benefactor, quien figuró hasta su muerte en la privilegiada lista de la revista Forbes sobre los hombres más ricos del mundo.
¡Vienen tiempos mejores!
Son más de 120 artesanos, entre hombres y mujeres (a los niños, en cambio, no se les permite trabajar porque deben dedicarse al estudio), que ahora ganan más, disfrutan de lo que consideran una verdadera fábrica o industria, y se reparten, con plena libertad y por acuerdo colectivo, los turnos laborales que les corresponden en cada uno de los ocho talleres existentes.
“Es como si nuestras artesanías se hubieran industrializado”, admite Dilson al mostrar los corales y turquesas tallados, pulidos, que deslumbran a los turistas, cuyo número es creciente y con alta capacidad de compra, lo que augura -según él- tiempos mejores para sus hijos y nietos, “lo que más me importa en el mundo”.
Y es que Cartagena se ha transformado en ciudad turística de primer nivel, donde los mayores inversionistas han puesto sus ojos -o, mejor, sus capitales-, tanto como las más conocidas figuras del arte, el deporte y la farándula internacional, junto a los lujosos cruceros que llegan en época de temporada, como nadie lo hubiera soñado pocas décadas atrás.
Unos y otros pasan por Barú, incluso por la carretera que cruza la zona industrial de Mamonal y desemboca, por un puente, hasta la isla, a la que antes se llegaba por ferri, un gigantesco planchón que trasladaba vehículos, incluyendo buses de transporte urbano.
Dilson está feliz. Mira hacia el flamante Hotel Decamerón, construido donde antes sólo había humildes viviendas con techo de paja y piso de tierra, orgulloso porque allí, entre los numerosos visitantes, estén también ellos, los artesanos, quienes pueden ofrecer su mercancía a cambio de trabajo, aunque sin remuneración, en el aseo de las habitaciones o en los servicios del comedor.
Sonríe, mostrando sus dientes blancos, muy blancos, que contrastan con un rostro negro, brillante, tostado por el sol. Ya no teme siquiera que esta noche su familia se acueste con hambre, a diferencia de sus antepasados que no corrieron con tanta suerte…
(*) Escritor y periodista. Exdirector del diario “La República”