En la foto, terma romana
por María Angélica Aparicio P.
El agua se convirtió en el mineral más preciado desde que el hombre lo descubrió. De ahí en adelante, el ser humano –varón y mujer- vieron los mares y los ríos; comprobaron que las cascadas se precipitan cuesta abajo a una velocidad impetuosa. El agua atrajo a los aventureros para que navegaran en piraguas, en galeras, en canoas. Motivó a los indios para que caminaran junto a las orillas de los ríos hasta llegar a su nacimiento.
Los primeros hombres apreciaron que, sin agua, las plantas no lograrían estirar sus tallos y mantener vivas las hojas y las flores. Confirmaron que un bosque no prosperaría, no produciría sombra para combatir los rayos solares. Sin el agua lluvia, los árboles y las palmas se vendrían abajo antes de alcanzar su jubilación. Con su carencia total, el planeta sería un calvario, peor que una bola de golf disparada en el centro de la frente.
A los hombres primitivos, el agua los llevó a rumbos desconocidos, a otros poblados, a los puertos donde había comercio. Los cazadores del paleolítico apuntaron las lanzas sobre las superficies fluviales para atrapar un cangrejo, un pez, una tortuga de mar, y alimentarse. Romanos y griegos, en la antigüedad, metieron los pies dentro del agua con el propósito de refrescar sus cuerpos. Los niños de la cultura indígena guaraní, en las selvas que rodeaban las cataratas de Iguazú en la época de la conquista, tenían por costumbre sumergirse debajo del agua para bañarse, y hacer del baño corporal, un festival de júbilo permanente.
Todos, a su tiempo, supieron que el agua no era pegajosa como las melcochas, ni que manchaba las pieles que usaban como ropa. Descubrieron que las sandalias de palma se mojaban, pero al secarse bajo el sol, seguían como si nada. Apostaron a lavar sus cabelleras cuando se metían en las lagunas. En sus distintas formas, el agua se volvió un compañero necesario, un elemento atractivo, vital para desarrollarse y sobrevivir.
Los habitantes de la antigüedad en territorios como la India y China, dieron gran importancia a este mineral. Se instalaron cerca de las orillas de los ríos principales, los más extensos y con caudal suficiente para aprovechar su contenido. Los ríos Azul (Yang Tsé Kiang) y Amarillo (Hoang-Ho) de China, suministraron la producción de pesca y el albergue de aves para su caza. Los ríos Ganges y Brahmaputra de la India se volvieron centros ceremoniales para los ritos religiosos de los hindúes. Estas civilizaciones, las primeras surgidas en Asia, entendieron que, sin el privilegio del agua, no se podía facilitar la vida de nadie.
Alrededor de los ríos Éufrates y Tigris, en Asia, se desarrolló el imperio otomano y creció la civilización árabe. Utilizaron el agua para purificarse, para humedecer el rostro en momentos de calor, para dar de beber a los camellos, a las cabras y a los indomables caballos pura sangre. La vida se movió alrededor del agua, era el líquido por excelencia. Se podía sobrevivir con grandes trozos de pan, pero sin agua, era imposible mantenerse vivo tres meses después.
A lo largo de la cordillera de los Andes, nacieron aquí en Colombia, los ríos Magdalena y Cauca, con su grupo de largos afluentes. Los valles y las montañas nuestras se privilegiaron con semejante cantidad de agua. Se formaron arroyos, cascadas, lagunas, el salto de Tequendama, quebradas de escasa profundidad. El país ganó fama mundial por su abundante agua. Pronto la ganaría en materia de biodiversidad.
En los tiempos precolombinos, el río Magdalena fue “el río alma” de los indígenas colombianos, una vía crucial para el transporte, la pesca, la base para elaborar los objetos de barro y cerámica que los haría tan famosos. Las lagunas sirvieron de inspiración para sus creencias religiosas y originaron historias sorprendentes como la leyenda de El Dorado, cuyo escenario, de altísimo romanticismo, fue la laguna de Guatavita. El indígena hizo vida en torno al agua, y donde este recurso estaba, existía el sentido de divinidad, del espíritu sagrado. Hoy se impulsa la idea, en Colombia, de reorganizarse en torno al agua, bien que necesita cuidarse, vigorizarse, para salud de todo el planeta.
A principios del siglo XIX, el río Magdalena comenzó a cumplir su otro papel de actor principal: se aprovechó su extensión, cauce y caudal para que navegar, tranquilos, los barcos de vapor, que avanzaban sobre la corriente a paso de tortuga, obsequiando el paisaje fenomenal de sus orillas. En estos barcos, novedosos para el país, viajaron escritores colombianos como Gabriel García Márquez, entonces un joven idealista y dicharachero que estudiaba el bachillerato. En su libro: “Vivir para Contarlo”, describe los alrededores naturales que visualizó –especialmente la fauna– en sus travesías por este río, cuando soñaba con dedicarse a escribir y no hacer ninguna otra cosa distinta a escribir.
Por las aguas del río Magdalena llegaron el whisky y el vodka, por encima de los cuales, el agua ganó su partida pues su ausencia de olor, sabor y color, dio luz a su más exclusivo privilegio: mezclarse con otros líquidos y preservar su esencia. Por este mismo río y gracias a su caudal, se trajeron los primeros autos y la primera gama de electrodomésticos importados. Los barcos de vapor hacían parada definitiva, con las mercancías, en el municipio actual de Honda; de aquí, se transportaban por los caminos de herradura, algunos en pésimo estado, directo a la capital colombiana.