El destacado escritor colombiano Antonio Cacua Prada acaba de cumplir 90 años de vida, una existencia consagrada al periodismo, las bellas letras, la cultura.

.- 90 años de vida

por Jorge Emilio Sierra Montoya

Yo vi llorar a Laureano”, asegura el académico Antonio Cacua Prada. Se refiere a Laureano Gómez, claro está. A El Monstruo, como le llamaban. Lo dice, además, en su condición de férreo y ferviente laureanista, o sea, otrora fiel militante de la línea dura del Conservatismo que muchos tildaban de fascista en medio de la profunda división goda y la violencia política que a mediados del siglo pasado campeaba en el país.

Mira, pues, hacia atrás, hacia el lejano pasado, y ahí ve todavía a su jefe, ya enfermo, cuando oía emocionado la grabación del discurso de su hijo, Álvaro Gómez Hurtado, en alguna concentración política en Santander, donde rememoraba el terrible martirio en la Provincia de García Rovira, en 1932, recién comenzada la llamada República Liberal que sucedió a la casi interminable Hegemonía Conservadora.

Lo conmovieron, con seguridad, las palabras del joven orador, de quien esperaba que lo sucediera, tarde o temprano, en la Presidencia de la República. O el tono emocionado, adolorido, o la referencia a aquellos hechos trágicos que solo la Guerra con el Perú logró opacar para beneficio del gobierno de turno, presidido por El Mono Olaya Herrera.

Nunca supo qué pasó, asegura Cacua. Pero vio llorar -insiste- a Laureano, aunque no pocos se nieguen a creerlo. Nada le dijo, lejos de exponer el motivo de su sorpresiva e inesperada reacción, y solo mantuvo silencio mientras él, un inquieto periodista del diario “El Siglo”, no sabía qué camino coger. Nadie más fue testigo de tan extraño acontecimiento, no revelado hasta hoy.

Periodismo, política e historia

Cacua Prada, sin embargo, sí sabía de lo ocurrido en la famosa “provincia de mártires”, tanto por ser en ese momento, mientras hablaba con Laureano, un incipiente redactor político con creciente prestigio de historiador, como por ser santandereano de pura cepa, nacido precisamente en 1932, en el municipio de San Andrés, ¡que forma parte de la Provincia de García Rovira!

Su padre, que también fue periodista además de tipógrafo y profesor de música, condenó entonces, desde las páginas del periódico “Lucha y Defensa” que dirigía, las masacres cometidas, como la de un respetado y querido sacerdote de la región.

La violencia reinaba a sus anchas. Nada extraño, en verdad. “Al fin y al cabo -afirma, haciendo gala de su amplio dominio de la historia patria-, todas las guerras civiles comenzaron en Santander”.

Tampoco es de extrañar que él resultara conservador, como sus padres; que desde niño, en un ambiente familiar marcado por la religiosidad, hiciera honor al hecho de haber nacido el once de febrero, “Día de la Virgen de Lourdes”, y que con el paso del tiempo siguiera el camino paterno, en el periodismo, ¡desde cuando apenas tenía nueve años de edad!

En efecto, sus primeros escritos los publicó en “El Escolar”, un periodiquito creado por su madre -“profesora toda la vida”-, quien lo dirigía con la ayuda de su esposo. Hasta empezó a escribir la historia de San Andrés, su pueblo, y al entrar a bachillerato se le abrió el mundo cuando su profesor de castellano le enseñó la gramática de don Andrés Bello, “que tanto me sirvió -confiesa- para llegar después, mucho después, a la Academia Colombiana de la Lengua”.

Y como su otra gran afición era la historia, la providencia divina no podía tenerle reservado un mejor maestro: el padre Rafael García Herreros, posterior fundador de “El Minuto de Dios” en Bogotá, con quien mantuvo una estrecha amistad durante varias décadas, hasta su muerte.

Rumbo a la diplomacia

En 1946 fue a terminar bachillerato en Bogotá. En el colegio Camilo Torres, cuyo director era José María Restrepo, filólogo connotado y Académico de la Lengua, quien le abrió las puertas de esa institución cuando supo que sabía latín y raíces griegas, ¡con catorce años encima! No lo defraudó, por fortuna. Al poco tiempo de llegar, ya tenía varios periódicos a cuestas, tarea que repitió después en la Universidad Javeriana, donde terminó como profesor de periodismo tras haber cursado estudios de Derecho.

“El periodismo se lleva en la sangre”, sentencia. Una prueba basta al respecto: ¡A “El Siglo” entró sin concluir siquiera la secundaria! Después del 9 de abril de 1948, cuando Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado, nada menos. Todo porque un paisano suyo, santandereano, recién había llegado a Bogotá y, gracias a que su padre era un jefe político regional, le presentó algún día a Rafael Gómez Hurtado, gerente del diario, quien lo vinculó tan pronto supo de sus andanzas periodísticas.

“A Laureano lo conocí bastante”, sostiene con orgullo, al tiempo que revive sus charlas con él sobre temas de historia, que tanto le gustaban. “No es que hablara mucho. Más bien oía, pero cuando tomaba la palabra uno se deleitaba por sus vastos conocimientos y su elocuencia que de veras seducía al país entero”, observa con la admiración y la gratitud de siempre”.

Fue, pues, laureanista y alvarista tras la muerte de Laureano, pero con el tiempo se terminó distanciando de la Casa Gómez para trasladarse -¡válgame Dios!- a la Casa Ospina, todo porque Álvaro Gómez Hurtado se le atravesó en 1969, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, para que su suplente en la Cámara de Representantes asumiera su curul como principal, moviéndole la silla.

“Vaya al Directorio Conservador a que le resuelvan el problema”, le dijo Álvaro.

“¡No! Usted es el jefe. Y como usted no quiere ceder, ¡me voy para el ospinismo!”, respondió exaltado, con la dignidad propia de los santandereanos. Fue así como rompió con el alvarismo para tomar rumbo hacia la facción goda del ex presidente Mariano Ospina Pérez, a quien no tardaría en acompañar durante un viaje de campaña electoral a Bucaramanga, previa intermediación de Misael Pastrana Borrero.

Pastrana, a propósito, lo nombró en su gobierno embajador en Costa Rica, de donde pasó a Guatemala y, por último, a República Dominicana, convirtiéndose así en flamante diplomático que escribía más y más libros, los mismos que llegaron a superar el centenar de títulos.

“El mejor libro es el último”

Y de esos cien libros -valga la pregunta-, ¿cuál es el mejor? En general, considera que la biografía, en el marco de la historia, es el género que más le ha gustado, sobre todo para contar, en un fascinante estilo periodístico y literario donde exhibe sus dotes de narrador que por momentos se torna novelista, las vidas legendarias de América Latina, “nuestra Patria Grande”, desde Bolívar hasta San Martín, entre muchos otros.

Hace pública también la fórmula de su éxito, dada la acogida que ha tenido del público, en especial de jóvenes estudiantes y personas con escasa formación intelectual: no solo la sencillez de su lenguaje sino poner sus personajes a hablar como lo hacían en la vida real, “como seres de carne y hueso”, no las figuras míticas que suelen presentarse en las aulas escolares.

Es lo que hizo, por ejemplo, con El Libertador en textos tan populares como “Los hijos secretos de Bolívar”, fruto de una amplia y novedosa investigación que aún causa revuelo a diestra y siniestra, no sin acoger a pie juntillas la célebre expresión de Rodó, para quien nuestro máximo héroe nacional “fue grande en todo” e incluso -aclara- como político, no solo como militar, a diferencia de lo que le planteaba, en cordiales debates, el maestro Germán Arciniegas.

“A mis personajes -declara- los puse a caminar por estas calles de Dios, mostrando así que son seres humanos como nosotros”. Y agrega, a modo de consejo a los nuevos escritores interesados en la historia: “No hay porqué endiosarlos”.

Y retoma la pregunta, ya para despedirse: “¿Que cuál es mi mejor obra?”, para responder a continuación: “Uno, como autor, siempre quiere que la mejor sea la última, la que está escribiendo”, no sin declararse más que satisfecho por sus dos recientes volúmenes sobre Arciniegas, “quien cuenta allí, él mismo, su propia vida”.

Colofón

A la avanzada edad de 90 años, Antonio Cacua Prada no deja de llenar más y más páginas con el entusiasmo juvenil que tenía cuando de niño le entregaba los primeros artículos a su padre para que los corrigiera y publicara en algún periódico del pueblo, esperando ansioso, con el corazón a punto de salirse del pecho, que su nombre apareciera escrito en letras del molde.