por Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
Tras el reciente deceso del cardenal Pedro Rubiano Sáez, fundador del Banco Arquidiocesano de Alimentos, reproduzco la entrevista que hace varios años me concedió sobre responsabilidad social de las empresas y, en general, de las distintas organizaciones sociales, como la misma iglesia católica que él presidió en Colombia durante varios años.
Dicho texto saldrá próximamente en otro libro mío sobre Responsabilidad Social Empresarial (RSE) y Universitaria (RSU), con el tema de la Sostenibilidad y el Desarrollo Sostenible como telón de fondo, incluido también en la colección de mis Obras Escogidas en Amazon.
“No es dar limosna para salir del paso”
Ahí, en el palacio arzobispal de Bogotá y rodeado por bellos cuadros coloniales que parecían esconderse del bullicio de la Plaza de Bolívar, el cardenal Pedro Rubiano abordó uno de los temas que más le apasionaban: la responsabilidad social, sobre la cual era reconocido entre las máximas autoridades del país, especialmente por el Banco Arquidiocesano de Alimentos, del que fue su fundador.
“Las empresas sí deben dar utilidades, que son necesarias para ser competitivas y mantenerse en el mercado, pero no son suficientes”, afirmaba sin rodeos, con su franqueza característica, mientras ponía en tela de juicio el economicismo de ciertos empresarios, para quienes el afán de lucro, de crecientes ganancias, son la única razón de ser o su principal objetivo.
No basta, entonces, con repartir las utilidades entre los socios, ni con pagar los salarios a los trabajadores, quienes, a su vez, tampoco deben multiplicar sus ingresos, al margen de los graves problemas que enfrenta nuestra sociedad, como la pobreza.
No. En su opinión, hay que destinar parte del margen de utilidad, con las rentas del capital y del trabajo, a los más pobres, “no simplemente dando una limosna, como se da en la calle, para salir del paso”, afirmaba.
Servir a la comunidad
A su modo de ver, hay una utilidad mayor que las propias utilidades económicas, reflejadas en el balance o estado de pérdidas o ganancias de la empresa: el servicio a la comunidad, o sea, el cabal cumplimiento del compromiso social, que es ineludible.
Porque los empresarios -explicaba- ejercen una gran función social a través, por ejemplo, de la producción de bienes y servicios, los cuales deben ser vistos no sólo en términos de mercadeo o ventas sino a nivel social, al satisfacer necesidades de la población.
Otra función en tal sentido es generar empleo y capacitar en su trabajo a muchas personas, tanto como pagar impuestos y, en general, asumir las distintas obligaciones frente al Estado, cuyos recursos suelen destinarse a la financiación de programas sociales (vivienda, salud, educación etc.).
Pero, tampoco esto es suficiente. Los productos, en primer lugar, son para el servicio de las personas (vestidos, alimento, calzado…), servicio que han de valorar los empresarios, garantizando que tales productos sean de calidad, sin causar perjuicio a los consumidores.
Y valorar, sobre todo, a sus empleados, el llamado capital humano, sin el cual no podrían producir.
Empresarios y trabajadores deben, en fin, entender la dimensión social de sus actividades y actuar en consecuencia, por medio no sólo de unas sanas relaciones laborales, que expresen la alianza indispensable entre el capital y el trabajo, sino de una auténtica solidaridad con los más desposeídos de fortuna.
“El compromiso social no puede dejarse a un lado”, insistía.
Formación de valores
La RSE es, por tanto, dar bienestar a los trabajadores, más aún cuando la empresa es una gran familia; entregar a la sociedad productos que le sirvan realmente, y desarrollar proyectos sociales, con espíritu de cooperación o fraternidad, para dar apoyo a las personas (niños, ancianos, discapacitados…) que más lo necesitan.
“No se trata de dar limosna o acallar el remordimiento, dando algunas cositas”, reiteraba, invocando tácitamente el mandato supremo de la caridad cristiana.
Por ello celebraba, con entusiasmo, que diversas instituciones, como la misma iglesia católica, impulsen programas específicos a favor de los pobres. Al respecto, ponía como ejemplo al Banco Arquidiocesano de Alimentos, concebido y desarrollado por él desde su Fundación.
Reclamaba, en consecuencia, que los trabajadores tengan una vida digna, porque no se trata sólo de darles empleo y capacitarlos en sus oficios, sino de impartirles formación en valores éticos como la honestidad y la solidaridad, poniendo sus capacidades al servicio de los demás.
“El servicio social no es una opción en las empresas. Es una necesidad para su proyección”, sostenía, al tiempo que mencionaba, como si fuera obra de la providencia divina, que las firmas que actúan así son precisamente las que más prosperan, según confirman múltiples estudios.
“Aplicar los valores morales, son rentables”, comentaba. Prueba de ello, entre muchas otras, citaba la preferencia de los consumidores por las compañías socialmente responsables, sin olvidar la enorme satisfacción personal que genera tan sano comportamiento.
“Es muy satisfactorio que, con su esfuerzo, se beneficien los más pobres”, sostenía al oído de los empresarios.
La crisis nacional
Para despedirse, el cardenal Rubiano repasaba, con angustia, la grave situación social del país, evidente en el alto número de pobres e indigentes, en la desigualdad y la concentración de la riqueza, en la violencia y el narcotráfico, en la corrupción y la crisis política reinante, “con el elefante -según dijo, en alusión al célebre Proceso 8.000 durante el gobierno de Ernesto Samper Pizano-, ya no a las espaldas, sino de frente”.
Nadie entiende -anotaba, sorprendido- cómo un país tan rico, con tantos recursos naturales, tenga tantos indigentes, tantas personas en la pobreza absoluta, un grave problema social “que sólo Dios sabrá cuándo y cómo podrá resolverse”.
Invocaba. pues, la paz, la reconciliación nacional, “entre hermanos”, siendo ésta la condición básica para superar el conflicto “si queremos conseguir la justicia social que empieza por el respeto a la vida, a la dignidad humana”.
Y ahí, en la búsqueda de soluciones a los problemas sociales, el Estado juega -puntualizaba- un papel central, protagónico, que también deben jugar los empresarios en la medida de sus posibilidades.
“Al fin y al cabo, quienes tienen más son quienes más deben dar”, sentenciaba, observando que ese es el principio supremo de la justicia y la equidad.
“Todos tenemos una enorme responsabilidad social con el país”, fueron sus palabras finales.
(*) Exdirector del periódico “La República”