por Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
A los diez años de haberse elegido al Papa Francisco, hecho histórico que estamos celebrando esta
semana, es oportuno recordar su encíclica más popular y de mayor impacto político, económico y social:
Laudato Si`, conocida como la Encíclica Verde.
Ensayo tomado de mi libro “Del Quijote y la María a Descartes y Piketty” (Amazon, 2022).
La casa en llamas
La tierra está gravemente enferma, advierte el papa Francisco en las primeras líneas de Laudato Si´,
conocida en el mundo entero como La Encíclica Verde. Es decir, la tierra está muy mal de salud, en
estado terminal y, para colmo de males, no se encuentra en sala de cuidados intensivos, donde debería
estar. ¡La muerte la acecha por todos lados!
Sí, nuestra “casa común” está en peligro de muerte, desde el suelo y el agua hasta el aire y los seres
vivos en general -¡incluidos nosotros, los seres humanos!-, en medio de una destrucción sin precedentes
de la naturaleza, según confirman las evidencias diarias que todos tenemos y que múltiples
investigaciones científicas han comprobado.
En efecto -anota el pontífice, cuyos pasos seguiremos en este artículo-, el mundo entero es víctima de la
contaminación por gases tóxicos de la industria, medios de transporte nocivos, productos químicos en la
agricultura y residuos o desechos que lo han convertido -dice, para sorpresa de muchos- “en un enorme
depósito de porquería”.
Y, lo que es peor por tales circunstancias, padece un calentamiento global (¿fiebre intensa?), fenómeno
sobre el cual afirma, sin rodeos, que “hay un consenso científico muy consistente”, lejos de poderse ver
ahora, “con desprecio e ironía, sus predicciones catastróficas”.
Quien niegue, pues, el cambio climático, es sólo por razones económicas o políticas, sin fundamento. Ahí
están, como pruebas, la generación masiva de gases de efecto invernadero (anhídrido carbónico, metano
y óxido de nitrógeno, entre otros) por el uso intensivo de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas, en
su orden) y la deforestación.
Sus efectos, que observamos por doquier, son devastadores: deshielo de glaciares, extinción de miles de
especies vegetales y animales, agotamiento de recursos naturales como el agua, pérdida de
biodiversidad, destrucción de ecosistemas y, sobre todo, enormes daños a la salud humana, en nosotros
mismos, quienes no tardaremos en pasar a cuidados intensivos.
“El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas,
distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad”, observa el
papa. ¿Habrá alguien todavía -cabe preguntar- que lo ponga en duda?
Todos somos culpables
Vistas las causas de tan profunda crisis ambiental, ¿cuál es la primera, la principal, que debe enfrentarse
para resolver el problema desde el fondo, cortándolo de raíz? La respuesta del Papa es clara: el hombre,
el ser humano, quien ha hecho las citadas acciones que contaminan y devastan el planeta (industria,
transporte, deforestación…), llevándonos al borde de la extinción. Nosotros somos los culpables, mejor
dicho.
Sólo que su análisis va más lejos, llegando hasta los temas esenciales. Pone el dedo en la llaga, sin
duda. Como cuando ataca el uso indebido de la ciencia y, en especial, de las tecnologías en el marco del
llamado “paradigma tecnocrático” que supera con creces el “desarrollo del ser humano en
responsabilidad, valores, conciencia”.
Dicho paradigma -señala en tono crítico- lleva a riesgos peligrosos como la manipulación genética y se
impone en el plano académico, científico, pero también en la economía y la política, donde importan
apenas los beneficios económicos, dejando a un lado los perjuicios (a la salud, recordemos) y riesgos
como la extinción de la vida en el planeta, nada menos.
Lo anterior conduce, además, al “antropocentrismo moderno”, al culto absoluto del poder del hombre
sobre la tierra, a hacer con ésta lo que nos viene en gana, a usarla y tirarla en esa “economía del
descarte”, fruto del consumismo que muestra, en definitiva, la falta de auténticos valores en el ser
humano.
“Mientras más vacío está el corazón del hombre, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir”,
sentencia.
Eso expresa, a su vez, una tremenda injusticia social, tanto porque los más débiles, los más pobres, son
los que más sufren tan penosas consecuencias, como porque hay hechos específicos, dramáticos en
grado sumo: la tercera parte de los alimentos producidos se desperdician, mientras hay una excesiva
concentración del consumo de recursos en las naciones ricas, indiferentes a que el resto, ahora y en el
futuro, no tengan con qué sobrevivir.
Hay, en fin, desempleo creciente por la tecnología, exclusión y fragmentación social, más violencia y
narcotráfico, pérdida de identidad cultural e inequidad en la disponibilidad de servicios públicos,
circunstancias que se muestran a diario en los medios de comunicación.
Un panorama nada tranquilizador. ¡Es apocalíptico!
La revolución cultural
¿Qué hacer? Al respecto, el papa hace propuestas concretas, específicas, de urgente aplicación, basado
en la ya centenaria Doctrina Social de la Iglesia y, como resulta apenas obvio, en creencias religiosas, de
honda espiritualidad, que van desde la propia intervención divina hasta la fe y la esperanza en que la
bondad del hombre se terminará imponiendo para salvar al mundo. Veamos, entonces, las acciones que
deben emprenderse.
Para empezar, el cambio gradual de las tecnologías contaminantes por tecnologías limpias, frenando la
emisión de gases de efecto invernadero, para lo cual se precisa de acuerdos al más alto nivel político y
económico, donde las grandes potencias hagan por fin lo que no han querido aceptar hasta el momento
en las cumbres mundiales del Medio Ambiente.
Ello implica, por tanto, diálogo entre los pueblos, en la humanidad representada por sus máximos
dirigentes, para impulsar políticas nacionales y locales en tal sentido que conduzcan, en la práctica, al
ahorro de energía, manejo adecuado de residuos, reciclaje, protección de especies, agua potable para
todos, protección de bosques naturales, agricultura sostenible y diversificada…
Y hay que tomar el toro por los cuernos. Se requiere, en su opinión, cambiar el actual modelo de
desarrollo global –fundado, como señalamos arriba, en el paradigma tecnocrático- por un “desarrollo
humano y social más sano y fecundo” que comprende, a su vez, reformas educativas y en los estilos de
vida, las formas de producción y los hábitos de consumo.
Que haya, en definitiva, una verdadera “revolución cultural”, donde se dé la mayor importancia a la
ecología, a la protección y el buen uso de los recursos naturales, partiendo de un principio fundamental,
digno de repetirse: “No habrá una nueva relación con la naturaleza, sin un nuevo ser humano”.
Una ecología que, además, sea “integral”, integrada ante todo a la cuestión social, conociendo de
antemano la estrecha relación entre los sistemas ambientales y los sistemas sociales, afectados estos en
gran medida por la crisis de aquellos.
“Lo que hay es una sola y compleja crisis socioambiental”, observa el pontífice, quien propugna finalmente
por una “ecología social”, lo cual nos acerca a temas centrales de la Responsabilidad Social Empresarial
(RSE).
Relaciones con la RSE
Subrayemos que este documento pontificio, inscrito en la Doctrina Social de la Iglesia, se centra en
asuntos propios de la Responsabilidad Social Empresarial, nada extraño, por cierto, si recordamos que
este modelo de gestión corporativa tiene un fundamento cristiano, aunque muchos no quieran aceptarlo
(es lo que intenté demostrar en mi libro Jesús: El camino para ser verdaderos líderes (Amazon, 2022).
El papa, en efecto, reclama un trabajo digno, con justicia social, principio básico de la RSE al defender los
derechos humanos y laborales, mientras considera que el cuidado del medioambiente es “responsabilidad
de todos”, en tácita alusión a la responsabilidad ambiental que hoy forma parte indisoluble de la
sostenibilidad, concepto que además se define como suele hacerse en nuestra área de estudio.
“La noción del bien común incorpora también a las generaciones futuras”, anota para concluir con una
afirmación que compartimos: “Ya no puede hablarse de Desarrollo Sostenible sin una solidaridad
intergeneracional”. Solidaridad, sí, que es el valor supremo de la RSE, como lo es del cristianismo en
relación especialmente con las personas más necesitadas.
“Todo planteo ecológico -dice al hablar de la Ecología Social- debe incorporar una perspectiva social que
tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados”, tesis que precede a los criterios
católicos, universales, respecto a que la propiedad privada no es un derecho absoluto e intocable, sino
que tiene una función social, orientada al bien común.
Por último, está el tema de la educación, obviamente con énfasis en la educación ambiental, sin olvidar
que muchas empresas y organizaciones como las universidades tienen su foco de responsabilidad social
en el plano educativo, otra afortunada coincidencia de la Encíclica con la RSE.
Dios quiera que el sector empresarial, a lo largo y ancho del planeta, se sienta aludido y actúe en
consecuencia…
(*) Exdirector del periódico “La República” y autor de varios libros sobre Responsabilidad Social Empresarial