Pocos años antes de su muerte a comienzos del presente año, el escritor y periodista pereirano Miguel Álvarez de los Ríos reveló, como gran primicia nacional, su obra poética “Cantos de Maldoror”,
sobre la cual gira este ensayo en memoria suya, como homenaje póstumo.
La poesía de Miguel
Álvarez de los Ríos
Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
En su último libro: Cantos de Maldoror (publicado en 2014, siete años antes de su muerte en enero de 2022), Miguel Álvarez de los Ríos es presentado por el ensayista Héctor Ocampo Marín como “el letrado más importante y visible de Pereira, de Risaralda y acaso también del Gran Caldas”, alto reconocimiento que se justifica, ante todo, por ser él “un hombre de cultura”, dadas sus dimensiones de escritor, historiador, crítico literario, periodista y poeta o, mejor, buen poeta.
A decir verdad, incluso muchos de quienes fuimos honrados con su amistad y sabíamos de su admirable talento literario, así como de su brillante carrera periodística, ignorábamos que lo fuera. Pero sí, era poeta y lo seguirá siendo en sus propios versos, según veremos a continuación.
Alas de jilguero
Claro que Miguel, con ese humor característico que le permitía burlarse hasta de sí mismo, llegó a negar que fuese poeta o estuviera, al menos, entre los mejores.
“¡Ay, amigos, fui tan mal poeta! ¡Que Dios se apiade de mi alma!”, son las frases finales, de despedida, en su explicación o advertencia de estos Cantos, haciendo eco al grito postrero de Nerval, precursor de los poetas malditos que tanto le inspiraron.
No obstante, la poesía le persiguió desde niño y, de modo particular, en su casa paterna, a la que dedicó un poema donde confiesa, sin rodeos, que “la poesía, transformada en un temblor angélico, ya aleteaba en las brumas de mi interior”.
Tampoco olvidemos que en su adolescencia escribió versos, incluso publicados en El Diario de Pereira, gracias a la acogida de su fundador y entonces director, Emilio Correa Uribe, cuyo posterior asesinato fue determinante para la caída del dictador Gustavo Rojas Pinilla.
Sólo que muchos años después, en 2002, insistía en dudar de su talento poético, como admite en un ensayo sobre la fugacidad o la eternidad del amor: “Mis alas son de jilguero, no de águila real”.
Por último, sabemos de antemano que terminó prefiriendo, como escritor, ser prosista que poeta, aunque su prosa fuera, por lo general, lírica, “melódica”, repleta de versos escondidos con métrica y rima, a modo de cantos.
De hecho, Álvarez de los Ríos era un “poeta inspirado que -en opinión de Fernando Mejía Mejía, su colega mayor en Caldas- “sólo le canta al amor” en palabras “tan tiernas y plenas de amor, que de sus letras fluye un tierno resplandor”.
Cantos de amor
“Sólo le canta al amor”, insistamos. Es poeta romántico por excelencia, como lo sugiere el título del libro citado: Cantos de Maldoror, nombre que subraya la naturaleza de sus cantos, escritos por Maldoror, seudoanagrama de su nombre completo: Miguel Álvarez de los Ríos, quien rinde así un tácito homenaje al Conde de Lautréamont, cuya obra cumbre –Los cantos de Maldoror- también exaltó, durante muchos años, en su columna editorial del periódico La Tarde.
Ciertamente, le canta al amor y, en particular, a su amada esposa, Eunice, a quien dedicó, en primer término, estas páginas por momentos desgarradoras, apasionadas o tiernas: “A su sombra luminosa”, expresión paradójica, quizás absurda, que sugiere cómo desde el más allá, siendo apenas una sombra, aún lo ilumina, dándole, a través del amor, el auténtico sentido a su vida.
Es un romántico, en fin, con sus declaraciones de amor a las muchachas en flor, primera parte del poemario que alude, de manera intencional, a la célebre novela de Proust, otro de sus maestros literarios (igual que Neruda y Carranza, cuya profunda influencia reconoce en el prólogo).
Ahí canta, por ejemplo, a la flor de su melancolía, nacida de un desengaño amoroso en la juventud; a la ventana que no se abrió, que no quiso abrirse, por la indolencia de su cortejada durante una serenata nocturna, otrora común en los pueblos cafeteros; al erotismo, que después de la adolescencia nunca dejó de manifestarse; a Beatriz, nombre “clavado en la raíz de mi sangre, como un dardo de miel”, y a la mujer intacta, virgen, a quien “amaba -dice- en medio de mi abstracto clima de soledad y de amargura”.
“Ardo en tu nombre”, proclama a cuatro vientos, “en lengua de gramática pagana”, al tiempo que Carolina, “la bella Carolina”, deslumbra con su cuerpo de sirena “en el agua lustral de la piscina”, donde él la observa, desde lejos, en su vejez, en su “crepúsculo lluvioso”, derretido por el deseo de poseerla, de hacerla suya.
A la mujer única
Y, por encima de todas las mujeres amadas en forma real o imaginaria, está “el infinito amor” (otra sección de los Cantos) a su amante única, primera y última, de quien fue su esposa: Eunice Ramírez y Morales.
A ella, sólo a ella, implora su ayuda cuando es atacado por “un enjambre de males” y herido “por mil furiosos puñales, en medio de las sombras”, ante “honduras abismales y peligros mortales”.
La invoca, además, cuando sus enemigos pretenden apagar sus fiestas nocturnas para cobrarle “el excesivo goce de todos mis pecados capitales”, de su incontenible espíritu dionisíaco.
“Ayúdame, amor mío, por favor, Eunice Ramírez y Morales”, repite, de principio a fin, en un tierno ritornelo que algunos cuestionarán por parecer algo prosaico y poco o nada poético.
“Te amo sólo a ti”, a un ser “todo de luz, como el lucero de la mañana”, de quien él piensa que apenas vive para verla, pues “más allá de tu luz está la muerte”, la misma que presentía con aquella intuición creadora exaltada por Bergson.
A esta “única mujer” le canta, con pasión, “a la cadente suma de su ser”: su frente y sus ojos, su sonrisa y su boca, su cabeza y su pelo, su cuello y sus manos, su vientre y sus caderas, sus piernas y su piel, “íntimo soplo, hálito del cielo”.
Al fallecer Eunice, la recuerda y bendice “lo que me queda de mi amor pagano”, mientras declama su “Soneto de eterno luto”, viéndola “como una estrella, amada ausente”.
A parientes y amigos
En nuestra región cafetera, ha sido usual que los poetas dediquen también sus versos a parientes y amigos, con la familiaridad propia que le caracteriza. En la obra de Luis Carlos González –El poeta de “La Ruana”- hay pruebas de sobra, que muchos recordamos. Y esa tradición se prolonga hasta hoy, sobre todo en autores de corte clásico, dada la facilidad que tienen para versificar, como si los endecasílabos y alejandrinos les salieran naturalmente del alma, con rimas perfectas.
Aunque, por lo general, tales composiciones son de dudosa calidad y no trascienden siquiera los estrechos marcos de las casas paterna y de los abuelos o las animadas tertulias en salas, parques o mesas de café, tampoco dejan de aparecer, en medio de tantos lugares comunes, pequeñas joyas literarias, donde el auténtico bardo se revela.
Álvarez de los Ríos no es la excepción. A sus parientes más cercanos, en efecto, dedicó la sección “Altas ternuras”, mientras sólo tres de sus amigos merecieron, al menos en este libro, su inspiración: Germán Martínez, Hernán Vallejo Mejía y Carlos Holmes Trujillo Miranda. Veamos ahora las perlas que ahí encontramos.
A su tatarabuelo, en primer término, lo describe, “en su vasto refugio campesino”, con su “alma ardiente y tormentosa”, amante de los libros y el vino, fiel a su esposa muerta, cristiano hasta los tuétanos y poeta, quien, tras perder a su hijo, “se ahorcó de un ciprés junto al rosal”.
“En todo lo que pienso y lo que escribo, me ilumina tu imagen carpintera”, dice, como si él le escuchara.
Al padre, por su lado, lo recuerda y exalta aquí y allá, especialmente en su casa, la casa paterna, que “levantó en un esfuerzo descomunal”, donde aún se conservan intactos, en la memoria, las ventanas abiertas y el balcón, el patio y el corredor, la huerta y los pájaros, así como los retratos, las fotos en familia, sin espacio todavía para la muerte: “La vida, intacta, esplende… Todos creíamos que la vida era una eterna emoción que cantaba entre las venas”.
Y la madre, que nunca puede faltar: rodeada, con cariño, por el resto de la familia; tierna, sentimental, “refugio en las horas de pavura, miel de su palabra en mi amargura…, alma de puro amor y fino tacto”.
“Mujer en cuyo ser habita Dios”, precisa en un soneto escrito en su memoria, al término del cual declara: “Por ella tengo el corazón de oro / y por ella padezco, sufro y lloro / este dolor supremo de ser hombre”.
A hijos, nietos y amigos, les dejó hermosas y sentidas páginas que no dudo en recomendar a futuros lectores, buscando, con cuidado, sus aciertos.
A la gloriosa poesía
Como hemos visto, Miguel Álvarez de los Ríos es un poeta romántico, que canta al amor en sus múltiples formas: desde las muchachas en flor hasta su amante única y desde padres y hermanos hasta hijos y nietos, a quienes ama con intensidad, dando rienda suelta a sus sentimientos en palabras sonoras, musicales, que la mayoría de nosotros no puede expresar, pero asume como suyas cuando las escucha.
Nos falta, sin embargo, el amor por excelencia en el romanticismo literario: el amor a la misma poesía.
“La gloriosa poesía”, la llama. Así se titula la sección que, en forma paradójica, está en prosa, más cerca del ensayo aunque con destellos de prosa poética, especialmente en su diálogo con el piedracelista Jorge Rojas, de quien intercala versos por todas partes.
Maldoror se identifica con este “enorme poeta del amor y la soledad”, acogiendo de antemano su profesión de fe en la poesía, su entrega absoluta al mundo de los sueños -“Nosotros no hicimos (en el grupo de Piedra y Cielo) sino eso: soñar”- y, sobre todo, su adoración al dios del amor, convertido así en un ser, en algo real, concreto, “sobre cuyos hombros uno reclina el espíritu, gozoso o adolorido”.
Y ante la pregunta del siguiente ensayo: “¿Amor eterno o amor fugaz?”, es fácil imaginar cuál es su respuesta, basado en la literatura del amor y la filosofía amorosa de Ortega y Gasset.
No sorprende, en tales circunstancias, que su sección “Hora de tinieblas”, recordando a Pombo, pida al Dios supremo su ayuda en “la noche que crece en mi interior” o cuando siente la muerte encima, la cual se presenta de pronto para hacerlo caer, como tanto temía, en el “fondo profundo de mi propio abismo”, al que parece condenado por su sino trágico.
A fin de cuentas, Miguel Álvarez de los Ríos no fue, ni podía ser, ajeno a la norma de vida (y de muerte) entre los poetas románticos.
(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua