por Juan Pabón Hernández (*)
Hace treinta años estuve en el Amazonas, por ríos y caños, en medio de los rituales de una región fascinante, donde todo adquiere luz desde la sombra de los árboles y siembra en el pensamiento la cultura de la selva.
Y conocí Puerto Nariño, donde las calles son senderos de madera que van a todas partes, como caminos lejanos que se recogen en los sonidos del viento y hacen musical la belleza de la vida, tan natural, como el relato de sus pájaros.
(Acá entre nos, me he debido quedar allí, ahora sería un viejo maestro dando clases bajo un árbol frondoso, sin aulas, a cielo abierto, como educan a sus niños, inspirados por el esplendor de esta pintoresca reserva ribereña).
Creo que es el pueblito más lindo que he conocido, a una hora y media de Leticia, por el río Amazonas, yendo a corriente, o a contracorriente, de una constante sugerencia de sueños, para presentir en el alma un horizonte nuevo.
Me gusta recordarlo en mis fotografías, porque en él pude andar, por ahí, con mis rutinas románticas, imaginando, tupiendo mi colcha íntima de nostalgia, con la fantasía para mí solo y el rumor del azar suspendido en el río.
Ha permanecido en mi corazón y, a pesar de los años, otorga una aministía sentimental a mi ausencia, para aflorar en un estudio comprometido y aprender a validar, con retazos de melancolía, la grandeza del Amazonas.
Puerto Nariño se me convirtió en un pretexto académico, para mantener vigente la dignidad latinoamericana y admirar el privilegio amazónico de ser -orgullosamente- la esperanza del mundo de resurgir de sus propias cenizas.
(*) El autor, Juan Pabón Hernández, cucuteño de tiempo completo. Ex presidente de la Academia de Historia de Norte de Santander. Ingeniero civil hasta cuando la cátedra, la filosofía, la historia, las letras y la poesía lo cautivaron. Ex editor de «Imágenes», revista dominical del Diario La Opinión de Cúcuta. Actual director de la revista «Semillas», también de Cúcuta.