por Juan Pabón Hernández (*)
La estética habitual de la nostalgia enseña que el arte no se aprende, sino se siente, porque el destino lo va nutriendo de aquella belleza que sólo las ilusiones tienen y de un tiempo sabio, neutro, sin plazos, ni distancias.
Se vuelve música, palabras, lienzos para recogerlo en pinceles, barro o metal para resolver los dilemas de la geometría y caminos que llegan, como peregrinos, anhelando un paisaje bonito donde descansar su poema.
Simplemente ocurre, espontáneo y fascinante, misterioso como un primer día de marcha, con la libertad a su lado, el viento susurrando ecos de perfección y la luz titilando, con intervalos sublimes, en la intimidad del alma.
El arte es armonioso e ideal -como el amor-, actor y espectador, a la vez, para que su leyenda perdure en la espiritualidad y el don intelectual de pensar se integre a la eternidad, mientras imaginamos un sueño con ojos lejanos.
Se siembra en la solemnidad del silencio como una sombra de la consciencia, con la fertilidad de la memoria cosechando sentimientos y profetizando, bondadosa, un porvenir dibujado de azules, como un instante sin fin.
Conmueve, consuela, enamora, juzga, perdona, redime, promete, inspira, recuerda, olvida, nos acompaña como el mar, la aurora, el crepúsculo, la montaña, el río, el horizonte, la soledad y lo sagrado…para deleitarnos con el privilegio de soñar.
Y, cuando su fantasía deja de emocionarnos, se recoge en sus alas quebradas y huye a lo invisible, busca en los colores de las mariposas nuevas querencias para fecundar, como un colibrí sonrojado, la flor de otra esperanza.
(*) El autor, Juan Pabón Hernández, cucuteño de tiempo completo. Ex presidente de la Academia de Historia de Norte de Santander. Ingeniero civil hasta cuando la cátedra, la filosofía, la historia, las letras y la poesía lo cautivaron. Ex editor de «Imágenes», revista dominical del Diario La Opinión de Cúcuta. Actual director de la revista «Semillas», también de Cúcuta.