Foto de la Universidad de Los Andes
Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
En el presente año, el país ha venido celebrando el centenario de fundación del Banco de la República, por lo cual se suele destacar a algunos de sus máximos directivos como lo fue Miguel Urrutia, quien ocupó la gerencia general durante más de diez años, entre 1993 y 2005, cuando recién se había adoptado el modelo de apertura económica en nuestro país.
En aquel entonces logramos entrevistarlo para contar su historia personal, cuya versión periodística aparece en mi libro “Protagonistas de la Economía Colombiana” (Amazon, 2021). A continuación, el texto respectivo.
Ingreso al Banco
Con sólo abrir los ojos, usted se da cuenta de que está en pleno Banco de la República, el poderoso banco central de donde sale el dinero, el codiciado dinero que usted tiene en sus bolsillos (si lo tiene, claro).
Basta mirar el marco que envuelve al ascensor, con la apariencia de estar enchapado en oro, para deducir que allí hay plata, mucha plata, como tiene que haberla en la suprema autoridad monetaria y cambiaria del país.
A medida que usted avanza hacia el despacho del gerente, su idea original se confirma: en las paredes, un retrato de don Esteban Jaramillo (1874-1947), rodeado de cuadros coloniales, obras indígenas del Museo del Oro y hasta una obra del pintor Gonzalo Ariza (1912-1995), como si el arte y la cultura tuvieran en Colombia una total fusión con las complejas y bastante áridas cuestiones económicas.
Al entrar a su oficina, Miguel Urrutia (que entonces ejercía la gerencia del Banco) empezó de inmediato a hablarnos sobre historia económica, a la sombra de sus ilustres antepasados.
La distribución del ingreso
“Soy un historiador económico”, confiesa. Pero, explica que su énfasis al respecto es en temas sociales, particularmente sobre desarrollo, distribución de ingreso y hasta sindicalismo.
¿Miguel Urrutia -preguntará usted, sorprendido- se interesa por cuestiones sindicales, cualesquiera sean? Así es. Su primer libro publicado fue Historia del sindicalismo en Colombia. La historia, pues, ha sido su mayor preocupación intelectual, según lo ratificaron varios textos que llegaron después.
Por ejemplo, La distribución del ingreso en Colombia, escrito con Albert Berry, que contiene un epígrafe de Borges, digno de recordar: “Si los justos quisieran crear un mundo, podrían hacerlo”.
Algo tiene, entonces, de poeta. O, mejor, de soñador, lejos de la imagen fría del economista moderno, formado en las recias disciplinas matemáticas y familiarizado con aquella jerga especializada que el común de los mortales solemos rechazar.
Quizás por ello, por su formación humanista que se enorgullece de tener, se metió con el complejo asunto de la distribución del ingreso, siguiendo la pista de su evolución, en series históricas, para descubrir las causas estructurales de fenómenos como la pobreza, el subdesarrollo o la aún incipiente industrialización del país.
Ahora bien, ¿cuáles fueron los resultados de dicha investigación, que se remontó hasta los años treinta del siglo pasado y se extendió hasta comienzos de los ochenta, no sin actualizar los datos cada cierto período, desde su publicación en 1973?
Ante todo, que es preferible medir la concentración del ingreso que la concentración de la propiedad porque, entre otros motivos, el ingreso determina más el bienestar de las gentes. “Tenga usted muchas propiedades y no tenga dinero en efectivo, a ver qué pasa”, explica en forma sencilla, didáctica, de profesor universitario.
“De 1990 para acá -dice- la distribución no ha mejorado. Pero, tampoco es evidente que haya mejorado, o sea, que haya más concentración del ingreso”.
“Un vicio colombiano”
A su turno, el libro 50 años de desarrollo económico colombiano, de fines de los años setenta, confirmó a plenitud su vocación y ejercicio profesional en historia económica, donde no es que fuera una excepción.
“¡No!”, señala con su típico acento bogotano, digno de las mejores familias.
Y anota, a continuación, que los economistas colombianos se distinguen, frente al resto de sus colegas de América Latina, por su afición a la historia, con muestras a granel: Guillermo Perry (1945-2019), José Antonio Ocampo, Juan Camilo Restrepo, Salomón Kalmanovitz y Roberto Junguito (1943-2020), entre otros.
“Al parecer, es un vicio colombiano”, observa con algo de humor.
Y tampoco se trata -aclara- de un rasgo exclusivo de los economistas que han simpatizado con la izquierda o militan allí a la sombra del materialismo histórico. Al contrario, Urrutia -que es conservador de pura cepa, en términos tanto políticos como económicos- nunca se interesó por el marxismo, a pesar del sarampión que atacó en tal sentido, durante la década de los sesenta, a los miembros de su generación.
Pertenece, en cambio, a la tendencia que de tiempo atrás desembocó en el culto a la historia, a las raíces últimas de los distintos hechos sociales que ahora presenciamos.
Por ello, no duda en compartir la tesis de que la Economía, por ser una ciencia social, está en vías de trascender el plano matemático y acercarse a la política, la sociología y áreas afines, a pesar de lo que digan los econometristas.
“Es que la historia pesa mucho y determina muchos comportamientos”, expresa con ese tono al que se acostumbraron sus alumnos de Historia Económica en las universidades Nacional y de los Andes, en Bogotá, o de la Organización de las Naciones Unidas -ONU-, en Tokio, donde fue vicerrector.
Al Ministerio de Minas
Pero, antes de llegar a Japón para ocupar una posición que de veras enorgullece a sus compatriotas, mucha fue el agua que pasó bajo el puente.
En cuestiones académicas, para empezar. Y sorpréndase usted: todos sus títulos universitarios, desde el pregrado en Economía hasta el Master y Doctorado o Ph.D., los obtuvo en Estados Unidos, en las prestigiosas universidades de Harvard, en Boston, y de California, en Berkeley.
Pero, ¿cómo pasó esto? Muy simple: su padre, Francisco Urrutia Holguín (1910-1981), fue embajador de Colombia en Washington, como lo fue también en la ONU -“Allí tenía el segundo cargo más importante de la organización”, subraya- y en Bélgica, Argentina y Venezuela.
Al concluir sus estudios superiores, fue director del Centro de Estudios Económicos -Cede-, en los Andes, para reemplazar a su inmediato antecesor en el Banco de la República, Francisco Ortega Acosta (1938-1994), y de ahí pasó a la secretaría general del Ministerio de Hacienda en 1967, cuando esa cartera estaba ocupada por Abdón Espinosa Valderrama (1921-2018), a la temprana edad de 28 años.
Se volvió llerista, como era de esperarse. “Sin haber sido nunca cepalino”, asegura con un leve acento neoliberal.
Participó en la Misión Musgrave, de la que fue su coordinador, en compañía de Guillermo Perry, Enrique Low Murtra (1939-1991) y Antonio Urdinola, entre otros.
“Tal experiencia -recuerda- nos enseñó Economía Fiscal, haciendo escuela”.
Por último, entró a la Junta Monetaria como asesor; dio el salto a Planeación Nacional, como director, y cuando menos pensó ya estaba al frente del Ministerio de Minas en 1977, durante el mandato de Alfonso López Michelsen (1974-1978).
El viaje hacia Japón venía en camino.
Rumbo al Japón
Fue en el mandato de Belisario Betancur (1982-1986). Urrutia lo tomó como un chiste. No era para menos: el propio rector de la Universidad de la ONU, en Tokio, le ofreció el puesto de vicerrector de Estudios de Desarrollo. Su esposa -¡siempre tan convincente!- se encargó de que lo aceptara, aduciendo que, a fin de cuentas, él siempre se había interesado en Japón.
No era una falsa disculpa para conocer el Lejano Oriente. Al contrario, su tesis de grado en Harvard fue sobre la política agraria en Japón, al tiempo que, en la Universidad de California en Berkeley, estudió Historia Económica Japonesa, lo que no deja de parecerle “rarísimo”.
¿Por qué ese extraño interés en un país que sólo en los últimos años concentra la atención del mundo entero, en el cual ya es una de las mayores potencias económicas? Al parecer, influyeron su citada fiebre por la historia económica, su espíritu universal -digno del hijo de un diplomático- y su afán por descubrir las causas del desarrollo acelerado allí donde se ha conseguido.
Aprender a copiar, mejor dicho. Como hicieron los nipones -enseña- desde el siglo XIX, cuando enviaron misiones a Europa y Estados Unidos para aprender organización marina de los ingleses, régimen policial en Prusia, régimen de sociedades en Norteamérica…
¿Podemos, entonces, aprender de los japoneses? ¿Él, por ejemplo, qué les copió? Muy poco, declara. Y esboza cierta actitud de desengaño por lo casi imposible que es para nosotros integrarnos a su cultura, a la que nunca pudo adaptarse.
“Ni siquiera al final entendía más japonés que cuando llegué”, admite.
No obstante, avanzó en sus estudios sobre Japón, alcanzó a escribir y publicar un libro sobre planificación (en coautoría con una economista de ese país), y es muy probable que recibiera con entusiasmo su designación en el Banco Interamericano de Desarrollo -BID- como economista principal.
Volvía a Washington, la ciudad donde su padre, Francisco Urrutia Holguín, fue embajador (1955-1957). Era el eterno retorno de que habló Nietzsche.
Una firma con peso
Y ahora estaba aquí, de nuevo en Bogotá, su ciudad natal. Lo llamaron para dirigir a Fedesarrollo (1989-1991) en reemplazo de Guillermo Perry, asumiendo en 1993, durante el gobierno de César Gaviria, la gerencia del Banco de la República, del cual había sido subgerente técnico.
De ahí que el dinero que usted tiene en su bolsillo (al menos el impreso hasta 2005, cuando él se retiró del cargo para dedicarse a la docencia universitaria), vaya con su firma, la de Miguel Urrutia, cuyo retrato forma parte de la selecta galería de quienes fueron jefes supremos de nuestro banco central.
Él forma parte, sin duda, de la historia económica de Colombia, a la que tanto ha investigado.
(*) Exdirector del periódico “La República” y Magister en Economía, Universidad Javeriana