por María Angélica Aparicio P.
En los ascensores, algunas personas tiemblan de miedo. Otras no hablan porque no conocen a nadie. Las jovencitas se miran en los espejos para arreglarse el maquillaje o la falda. Los muchachos se sumergen en los celulares. La gran mayoría no lee los avisos pegados en las paredes. Los perros entran y ocupan un espacio enorme.
Estas escenas ocurren en los edificios clásicos, en los modernos y en los rascacielos cuando se cierran las puertas de los ascensores. El gentío queda atrapado en una máquina minúscula, que sube o baja pisos, según el toque de los botones. En minutos, los pasajeros desaparecen, el peso disminuye, los olores se esparcen. A primeras horas de la madrugada, los ascensores entran en reposo. Nadie entra o sale, nadie los toca. El mutismo de la máquina es tal, que toda su estructura parece entrar en huelga permanente.
Tenemos ascensores lujosos que son símbolo de decoración, y que, por su antigüedad, se mueven produciendo tormentas. Hay otros que funcionan con manivela bajo la supervisión de un empleado. Algunos tienen reja metálica, resguardada por una puerta de madera, finamente labrada, que debe cerrarse, manualmente, para que la máquina funcione.
Subsisten todo tipo de modelos: unos atractivos, otros pasados de moda, algunos rimbombantes, otros que provocan pánico por su opacidad y sus ruidos internos. Clínicas y centros de convenciones tienen ascensores tan amplios, que podrían competir, si deseáramos, con la histórica arca de Noé.
Los ascensores, como rectángulos de acero, fuertes y estrechos, con puertas metálicas o de selecta madera, terminaron siendo esenciales para mover cargas, o para llevar a los propietarios y clientes a pisos superiores o inferiores, según la ubicación de la planta. Comenzaron a usarse con asiduidad en el siglo XVIII.
En la antigua Roma se utilizaron distintas clases de montacargas, de carácter rudimentario, que permitían transportar agua, objetos pesados, o material de construcción. En el coliseo romano funcionaba uno con ayuda de cuerdas, que facilitaba el transporte de los gladiadores y los animales; estos permanecían en varios niveles de la construcción, antes de enfrentarse en el ruedo. El caprichoso rey Luis XV puso un elevador en el esplendoroso palacio de Versalles. Se movía con unas poleas que debían jalarse con la fuerza de un toro.
La evolución de los elevadores comenzó a verse con la introducción de sus puertas automáticas, sus luces, los espejos de cuerpo entero. Los viajes se hicieron más cómodos, lejos de la ansiedad y la claustrofobia de los pasajeros. Se volvió un avión microscópico, rápido y efectivo, que descartaba el esfuerzo de subir a pie interminables escalones de baldosa.
A finales de los años cincuenta –siglo XX– los ascensores se incorporaron, poco a poco, al mobiliario de los edificios. Y su funcionamiento como su decoración interior, comenzó a jugar un papel trascendental entre ingenieros, decoradores, y arquitectos pues se convirtió en un bien obligatorio, amado y reverenciado por su utilidad.
En este arranque del siglo XXI quienes diseñan los ascensores se fijan en la capacidad y velocidad de estos cubículos de carga. En la región de Guangzhou, en China, hay un ascensor que sube y baja a 75 kilómetros por hora. Llega al piso 95 en menos de cuarenta segundos. No hay tiempo de contar historias, peinarse o de echar un chiste porque la máquina ya se detiene. ¡Un viaje de vértigo! Sube como un tornado y baja como otro, despelucando las mentes de quienes lo abordan.
Poca gente se asusta, realmente, con los ascensores ultramodernos de hoy, incluso con los panorámicos que se ven en los rascacielos, o en los parques de diversión. Y sin miedo los prueban. No sufren mal de alturas, mareo, lagunas momentáneas, o claustrofobia. Otros no quieren poner sus pies en este tipo de vehículo y sin envidias, lo contemplan desde abajo. Algunos espectadores de la Torre Eiffel miran la forma de la torre, sus toneladas de hierro, las luces que se encienden de noche para engrandecerla; pero no suben por el ascensor, para disfrutarlo, a ninguno de sus tres pisos.
En la ciudad de Madrid, España, el ascensor de un edificio de 36 pisos, amplio y bonito, se descolgó desde el piso 34. Varias personas venían a bordo. El incidente se convirtió en una bajada de gritos, groserías, bamboleo y empujones. Se detuvo en el sótano con un sacudón de infarto. Rostros pálidos, magullados y agrietados salieron, a paso lento, mientras un grupo de pasajeros esperaba en el hall del edificio, en el primer piso, a que el ascensor llegara. Durante una semana, los trabajadores tuvieron que usar las escaleras para alcanzar las plantas bajas, intermedias y altas.
A pesar de este suceso, caso insólito en Madrid, el invento para ahorrar tiempo y transportar desde una pulga, un anillo de bodas, una moneda de cincuenta centavos, animales cuadrúpedos y pesados motores de lancha, es el servicio más contundente de estas máquinas fabulosas. ¿Qué haríamos nosotros, los mortales, sin los benditos y aplaudidos ascensores de hoy?