Los rostros que hay tras la quimera del oro pueden ser múltiples, multirraciales, alegres o desesperados, pero tiene un rasgo en común: la pobreza y la necesidad de superarla, y para lograrlo libran una odisea diaria que acá se describe:
Por: Fabio Castillo*
Director El Diario Alternativo
Una cocina para procesar el oro, con las cucharas en donde funden el metal. Fotos de Fabio Castillo.
Milena tiene 34 años, cuatro hijos, tres barcos y casi diez años de experiencia llevando carga entre Inírida y La Mina, como se llama generalmente el complejo de yacimientos de oro en el cerro Yapacana, en el estado de Amazonas de Venezuela, y donde una población flotante de varios miles de indígenas se dedica a pelar la montaña para extraerle su oro, pese a estar en el centro de una zona de reserva forestal mundial, por la antigüedad de sus tierras y también de su vegetación.
De piel cetrina, en su metro y medio de estatura se aprecia la solidez de quien se levanta temprano a cargar y se acuesta tarde después de organizarlo todo. Es rolliza, pero sólida, fuerte, como las palabras que escoge con cuidado para contar sus experiencias de minera. Habla de manera pausada, pero sin titubeos, y cuando empieza a caminar, lo hace con unos pasos breves pero enérgicos y en constante aceleración. Cuando se le pregunta por la razón de semejante prisa en el agobiante calor húmedo del mediodía de Inírida, su respuesta es igual de simple: vamos rápido, para que los patrones puedan caminar lento.
Sus padres, indígenas venezolanos ambos, la mandaron muy joven a estudiar a Puerto Ayacucho, la capital de Amazonas, y le confiaron la misión de prepararse para entender su cultura, apropiársela, y volver a luchar por su integridad y respeto. Allí, en la gran ciudad, conoció la civilización, o sea, aclara, la tasa del baño, los cubiertos y las servilletas, la utilidad social de saludar con unos buenos días y de despedirse deseándose suerte y prosperidad. Fue acogida por una familia «blanca» que la enseñó a trabajar y a recibir una compensación por ello, a reconocerse titular y beneficiaria de derechos.
Tan pronto terminó sus estudios en contabilidad y procesos administrativos le dijo a su madre que deseaba regresar a su comunidad, como se refiere al conglomerado de su pueblo indígena. Su única condición fue que la protegieran de las culebras y los malos espíritus, una impresión que deja patente a lo largo de toda su conversación.
Así llegó a su primera reunión en la comunidad, aprendió a hablar en el idioma por algo de lo que entendía de los diálogos con su madre, pero apenas comprendía lo que hablaba su padre, proveniente de otra comunidad y otra lengua.
Sin embargo, sus costumbres estaban inscritas en su código genético, y en pocas semanas empezó en sus comidas a reemplazar la cuchara por la torta de casabe, una especie de pizza hecha a base de harina de yuca, y que sirve a la vez de alimento y de soporte de los alimentos.
Luego la invitaron a reunirse con los capitanes de su comunidad -grado con el que se denomina a la persona de mayor jerarquía en cada comunidad nativa-, y le confiaron que su mayor problema consistía en aprender a negociar con los “blancos” lo que debían cobrar por la extracción de las minas de oro que empezaba a florecer por aquel entonces.
-Ellos, los blancos, se llevan el oro, le explicaron, y nos dan lo que quieren, si es que nos dan; nos pelan la montaña, contaminan los ríos y los nacimientos de agua, y a eso es a lo que no quieren condenar, por eso la necesitamos. Para negociar con ellos, usted que sí sabe sumar y restar.
Y así empezó su trabajo comunitario. Pero al poco tiempo se dio cuenta de que lo que realmente le gustaba era el comercio, y detectó una carencia en la que coincidían por igual nativos, mineros y comerciantes: necesitaban todos de transporte. Con un amigo se adentró en una mina, se apropió de los misterios de la extracción del oro, aprendió a descubrir las vetas y a seguirlas; el proceso de refinarlo y purificarlo, y así logró su primer ahorro conjunto fundamental, 34 onzas de oro en una veta que trabajó durante un mes: eso le significó casi unos $20 millones, y con ellos pudo dar la cuota para comprar su primer bote.
Lo demás fue conseguir un motorista, como se llama a la persona que maneja el bote y sabe eludir las corrientes fuertes y, sobre todo, conoce la dinámica de las aguas del río cuando se forman las caravanas de seis o siete barcos, más el planchón que los hala, y cuyos vaivenes pueden levantar olas que pueden hundir una lancha en cuestión de minutos.
Es terrible esa sensación de impotencia, dice: ver cómo, a minuto por centímetro, se va hundiendo una lancha ante nuestros propios ojos, con 10 o 12 toneladas de carga de comida, víveres, abarrotes, latas y cajas de gaseosa o cerveza, y sin poder hacer nada, porque una vez que no se puede achicar agua del barco, lo único sensato es alejarse; porque si llegas a intentar remolcar o retener con lazos o cadenas de otra embarcación, correrá la misma suerte, el fondo del río.
Pero Milena lo logró y empezó a transportar oro de la mina y a llevarle provisiones a los mineros. Para hacerlo rentable, el viaje tendría que ser redondo en una semana, o sea, cuatro días de subida de Inírida a La Mina, y tres de regreso de La Mina a Inírida. No era fácil, pero era única forma de hacerlo provechoso.
Menos viajes no pagaban la gasolina, y además tampoco amortizaba la deuda ni los costos de operación del barco ni los créditos de los comerciantes.
Con la compra de su primer barco y la primera conformación de su tripulación de seis personas, comenzó una labor de empezar a ganarse patrones, como todas llaman a las personas que les confían sus cargamentos para transportar a La Mina. Y la palabra confían no es escogida al azar: el dueño de la mercancía sabe lo que entrega, pero ello no es garantía de que será lo mismo que reciba su agente en el puerto, o siquiera la misma cantidad.
Desde el momento en que empieza la travesía, empieza la incertidumbre. En la noche luego de que los coteros han cargado las 10 o 20 toneladas de comida y suministros, o los timbos de combustible, o las pacas de gaseosa o de cerveza, según la especialidad, porque está prohibido por las autoridades locales y por las comunidades indígenas, transportar en un mismo bote comida y combustibles, puede suceder que el mismo maquinista o un cómplice suyo, desamarre la lancha y se la lleve con todo y cargamento, sin que nadie se pueda enterar hasta la mañana siguiente, cuando la tripulación se presente al abordaje.
O puede ser también que toda la tripulación esté al tanto, y huyan con bote y cargamento río arriba, y sin control del dueño.
Si logran superar ese primer escenario, deben enfrentarse a continuación con “los puntos”, que no son como en el lenguaje de los políticos tradicionales, los porcentajes que los ciudadanos deben pagarles por cada contrato adjudicado, sino los sitios donde se asientan los líderes de las comunidades indígenas a la espera de que cada lancha o bote que transite les “colabore” con el pago de un porcentaje de lo que llevan a bordo.
No es, dicen, un impuesto o una alcabala –el IVA que nos impusieron los españoles en 1574-, la palabra colonial que todavía emplean en la región con tanta impropiedad, sino apenas un equivalente menor al daño ecológico que esa minería de supervivencia les provoca a sus territorios ancestrales, y el daño evidente que los millones de desechos que les dejan los miles de seres humanos que explotan las minas con el agua hasta el cuello o con los pies de elefante de los maquinistas.
Eran cinco de esos puntos cuando estalló la fiebre local del oro, hace doce años, y ahora ya son 63. Para cuando empezaba a escribir esta nota eran ya 67 puntos. Se multiplican con la fiebre del oro, pero también con la fiebre del cambio de gobierno, que anuncia nuevas fronteras abiertas entre Colombia y Venezuela; pero ellos, curtidos ya de promesas políticas incumplidas por milenios, las reciben primero con el escepticismo del veterano y la esperanza del ingenuo al que le roban la lancha y su cargamento por la noche: o sea, que ya habrá de pasar lo que sea, y con su filosofía zen al día, lo mejor que puede pasar es lo que pasa, así que mientras eso sucede, tomemos precauciones.
Hay más peajes que comunidades a lo largo del río, porque hay más necesidades que personas habitando la región. Y temen que en cualquier momento puede sobrevenir una crisis económica en La Mina. O que de un momento a otro ya la no dejen explotar. Desde hace un par de semanas se ha empezado a notar en Inírida que los inmigrantes venezolanos retornan a su país cada vez con mayor confianza, porque se avizora una leve recuperación económica, con el levantamiento progresivo de los embargos que pesan sobre el país.
Volviendo a la historia, encontrar un motorista para la lancha es la mitad de la solución. Al principio los colombianos que se creían más avezados se lanzaron a conquistar el río y sus comunidades, pero todos fracasaron uno a uno y poco a poco, pero sin pausa: carecían del tacto y la sensibilidad del idioma necesarios para comunicarse con los líderes indígenas, y cuando a los cinco minutos de negociación estallaban a gritos, los indígenas se silenciaban, les ordenaban que amarraran sus lanchas al borde del río, y que esperaran por su respuesta final: cinco, seis, siete días después, y no aparecía la tan esperada respuesta. Los indígenas no alegan, actúan.
Y ese viacrucis se repite tal cual por los 67 puntos a lo largo del río, ¡en igual número de puertos! ¡Las gaseosas entre tanto se vencen, los cereales se llenan de gorgojo, la humedad los infla, y las provisiones de los marineros se extinguen!
Mientras los barcos hacen el lento y laborioso recorrido, en La Mina los precios se disparan porque por las demoras del transporte los alimentos y abarrotes empiezan a escasear. Allá, donde el único patrón de cambio es el oro, una inflación por escasez puede ser dramática para los mineros. La onza de oro se divide en diez rayas, como se explicó antes. Cada raya es un valor de cambio, y así una gaseosa cuesta una raya y un emparedado dos. O sea que su almuerzo colombiano le habrá costado $49 mil. Pero si hay demora en la llegada de provisiones, ese valor se puede duplicar.
Es lo cotidiano.
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En la antigüedad todos éramos micos. había de toda clase o especies, (el dios) Warirom había creado toda clase de vida en la tierra, entre flora y fauna, pero cometió un error al crear los animales, les había dado la libertad de transformarse libremente en cualquier cosa que ellos pudieran imaginarse, por eso cuando (el dios) Ducjín trataba de controlarlos ellos siempre lograban escabullirse…cuando los halló listos para avanzar con el siguiente paso, decidió enviar a su hijo Vonn, quien también se conoce como el Yuruparí, con instrucciones claras de transformarnos en humanos, ya había llegado la hora de que Vonn cumpliera con su propósito, también para que nos enseñara a vivir en grupos ya que en esos tiempos vivíamos mezclados unos con otros, sin unión y cada uno por su cuenta, un buen día cuando el sol brillaba al máximo, se pudo observar a Vonn bajando de los cielos, se paró en medio de la comunidad y los reunió a todos. Entonces les dijo que tenían que vivir en conjuntos y para seleccionar los grupos nos dijo que hiciéramos música, así lograríamos identificarnos unos de otros… ese mismo día los condujo hasta los cerros de Mavicure, Vonn iba guiando a cientos de micos de todas las especies, cuando llegaron al pie del cerro, de forma ágil Vonn comenzó a subir el cerro hasta llegar a la cima, en ese lugar comenzarían las enseñanzas que nos llevaron a la transformación de micos a humanos…
(De El Clan de la Gente Amarga Iwansü-ju, de la escritora puinave Heleniuda Gómez Martínez)
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Esa fue otra de las circunstancias que favorecieron a esta matrona mayor, de gran porte y elegancia, conocida por todos como “la profesora”, a adentrarse en el negocio del transporte de alimentos hacia La Mina, el fleteo, como se lo conoce en Inírida de manera común.
Nancy la profesora era una maestra de escuela rural en las veredas entre Ayacucho y Atabapo, las dos ciudades más cercanas a La Mina. Cuando estalló la crisis económica de 2012 en Venezuela soportó por un tiempo y por sus alumnos los rigores del trabajo sin paga.
Cuando ya no tuvo medios de subsistencia, uno de sus pupilos le sugirió explorar dedicarse al comercio, transportar las provisiones de Inírida hacia La Mina. Buena parte de los capitanes de las comunidades que manejan “los puntos” fueron sus alumnos, y tendría por ello cierta ascendencia a la hora de negociar el peaje de los cargamentos.
Un primer viaje de ensayo le mostró la utilidad de sus contactos, y a la vuelta de pocas semanas se convirtió en una de las fleteras más requeridas por comerciantes y mineros para resolver sus necesidades de transporte.
Como maestra veterana, conoce que las relaciones con los miembros de las comunidades son directas –acá la vaselina no se usa en las relaciones personales, dice- pero respetuosas y claras, y que con la paciencia de quien se sabe necesitado del otro puede alcanzar un pronto arreglo.
Pero es Cristina quien mejor ha logrado integrar familia e intereses en un solo proyecto comercial. Ella, graduada administración, comprendió que el problema de los dueños de las lanchas de transporte de mercancía era, ante todo, la confianza y la confiabilidad. Confianza en que lo que le entregaban para transportar sería lo mismo que recibieran en el puerto, y confiabilidad en que ese transporte lo podría hacer en el tiempo estipulado y en todo caso antes del vencimiento de los productos. Con sus seis hermanos integró su tripulación, el bloque de negociación con los capitanes y con los más jóvenes el cuerpo de coteros para el cargue y descargue de la mercancía. Todos a una, los siete hermanos funcionan como un reloj. De esta manera pueden garantizar que la mercancía que les entregan en la ciudad es la misma que recibirán en la mina, y que le negociación con las comunidades indígenas ribereñas será fluida y oportuna.
Recuerda como una de sus gestas la liberación de un bote que llevaba quince días anclado por orden del capitán de una comunidad, y en el tiempo que les ocupó tomar un café con empanada convenció a las partes para un arreglo mutuamente conveniente, y así ganó influencia en los dos.
Cristina es hoy una de las fleteras más buscadas por los comerciantes en Inírida.
Ya se ha dicho que toda vida es una historia ávida de ser contada, y en el puerto de Inírida son miles las que podrían ocupar tomos completos de historias de colonos, mineros, marineros, nativos, joyeros y líderes sociales, que luchan por crearse una oportunidad en la vida que los confronta entre el espejismo dorado y el embrujo verde.
El Canje: dinero por provisiones
La cadena económica que empieza con los asentamientos de colonos y mineros en Inírida, y la estructura de comercio a base de transporte por barcas y lanchas entre la ciudad colombiana y el complejo venezolano conocido como La Mina –que en realidad son diez distintos yacimientos de oro- se cierra con el eslabón de los comerciantes que llevan mercancías del interior del país a la capital de Guainía.
Se trata de toda una operación logística de amplio espectro, y que tiene a Villavicencio como eje.
En Inírida hay necesidades y carencias, y en las grandes ciudades se encuentran sus soluciones. Pero son costosas.
De acuerdo con algunos de los grandes comerciantes que aceptaron referirse al tema –la estrategia y planeación de almacenamiento y mercadeo es su secreto profesional, al fin y al cabo- la clave reside en el margen de utilidad que captan al negociar la compra de productos al por mayor en el interior del país y su venta al detal o menudeo en su región, y los ahorros que logren hacer en los fletes de transporte, mediante su optimización e integración de recursos.
Un transporte de cualquier producto desde Medellín hasta Villavicencio, la primera estación, puede significar fácilmente un trayecto de 85 horas, pero en la medida en que la operación se va alejando del centro de aprovisionamiento, también se multiplican las complicaciones.
La prueba dura del transporte de las provisiones empieza en el trayecto de Villavicencio a San José del Guaviare. Los 285 kilómetros que separan a las capitales de Meta y Guaviare son un reto a la pericia de los conductores, pero también a su capacidad de emplear la diplomacia con los habitantes de los municipios y caseríos que se encuentran a lo largo de la carretera 65, y que por lo general son su salvación, especialmente en la época de invierno.
La estación de invierno azota con fuerza inusitada esas tierras llanas, que tienen poco desagüe, haciendo las condiciones favorables para empozamientos de agua y barrizales difíciles de flanquear. Si se suma el tiempo que se emplea en cargar los vehículos en Villavicencio y su descargue en San José, este trayecto puede demorar fácilmente un mes, en un invierno como el que se vive este año en esa zona del país.
Luego del descargue en San José y su acomodación en las bodegas del barco o planchón que habrá de trasladar las mercancías a Inírida, que puede llevar fácilmente otros quince días, deberá hacerse una espera en el puerto del Guaviare hasta cuando se llena el cupo del convoy que llevará las mercancías.
Por lo complejo de la operación de transporte por río de las mercancías que llegan a San José, y para abaratar los costos de flete, lo usual es que se organice un convoy de botes, lanchas y un planchón que las atoa, pero ello implica que todos deberán partir solo cuando tengan el cupo de carga completo, para justificar su desplazamiento.
La operación en sí misma atrae la atención de los grupos irregulares alzados en armas que operan en la región, y que buscan vacunar por cualquier medio una etapa del transporte de mercancías. El acuerdo de paz, por acá, nos confían en voz baja los comerciantes, no ha pasado de ser un simple titular de los noticieros de televisión.
Así como el convoy es una solución para abaratar costos, también lo es para generar incertidumbre, porque el movimiento simultáneo de tal cantidad de naves en el río desencadena un oleaje que, si un maquinista no lo prevé, puede terminar en el hundimiento de uno o varios de los barcos. Manejar los 543 kilómetros de río que separan a San José del Guaviare del puerto de Inírida es una de las más complejas operaciones en las rutas fluviales del país, porque está llena de rápidos, cruces de ríos y desembocaduras que alimentan los caudales.
Si la llegada del invierno es una noticia de cuidado en el trayecto Villavicencio-San José, en el viaje de San José a Inírida la advertencia de peligro nace es con el verano. En el estiaje los ríos pierden mucho caudal, con lo cual brotan de repente islas del río donde en el invierno era un trayecto tranquilo, o aparecen rocas y depresiones que forman remolinos y rápidos, que chupan literalmente los objetos que se interpongan en su curso. Entre barco y barco debe llevarse una distancia de resguardo, al igual que entre los barcos y el planchón que les sirve a un tiempo de motor y de guía.
La operación de espera y cargue de mercancías en San José puede llevar entre 15 y 20 días, y el trayecto de San José del Guaviare a Inírida, entre 10 y 12 días, según las condiciones del clima.
O sea que la mercancía demora en recorrer los 938 kilómetros que separan a Villavicencio de Inírida unos 57 días, y si se toman en cuenta los cuatro días que mínimo demora a un camión llevar la carga desde Medellín o Cali hasta la capital del Meta, fácilmente se superan los dos meses en la operación. Y a ello habrá que sumar el tiempo del paso que sigue en Inírida, porque la descarga de los productos en su puerto es una operación manual que hacen los coteros locales, y que lleva unos quince días adicionales.
Por ese tiempo que toma una carga en llegar a su destino se necesita una planeación previa de todo el año, que busca identificar las necesidades de consumo local con la capacidad de compra de sus habitantes y las estaciones del año, en una combinación cuidadosa, cuya inobservancia puede dejar sin suministros a todo un departamento e incluso al vecino del frente venezolano, que se nutre de los mismos canales de distribución.
Cuando llegamos a Inírida acaba de atracar en el muelle el planchón Princesa Inírida. Su capitán, un marinero local de unos 40 años y que lleva más de quince aprendiendo a manejar por entre los recovecos del río, nos muestra la carga que lleva a bordo.
El convoy que acaba de atracar está formado por La Princesa, que lleva 90 toneladas; el planchón Goliat, 250 toneladas; la Mayerly, una lancha pequeña con capacidad para 30 toneladas; el Faraón, un bote que lleva 70 toneladas, y el Gran Noé, 12 toneladas.
Esas 452 toneladas significan para Inírida la diferencia entre la privación y la afluencia. Un recorrido por las naves deja ver la variedad de posibilidades de esos extremos: en la bodega inferior hay bultos de arroz y pasta. Arriba, a la vista, dos motocarros y tres motos de distinto cilindraje, tres lavadoras, una nevera, cuatro congeladores, pacas enormes de papel del baño y esponjas y esponjillas, jabones en polvo, en barra, líquidos y aceites para el cuerpo o para la sartén. Placas de energía solar y motores de dos y de tres tiempos. Hay un cuarto frío lleno de cuartos de pollo y carnes en conserva, y otro cuarto frío con frutas y vegetales. A su lado hay una barca llena de pipas de gas de todos los tamaños y colores, y pimpinas de gasolina y aceite lubricante. Y una larga descripción de todos los mismos productos que se vieran descritos al hablar unos párrafos antes del panorama de la Avenida de Los Fundadores.
Pero si parece de proporciones homéricas el operativo de alimentar y suplir las necesidades básicas de los 35 mil habitantes de Inírida –es la proyección que hace el Dane para este 2022-, la realidad es que apenas esta es la mitad de la operación.
Falta otra etapa igual de complicada, la de pagar las facturas de esos suministros.
Las rudimentarias instituciones económicas de Guainía compelen a otra forma de trueque, el generado por la venta del oro en las grandes ciudades desde donde se envían los suministros, y con cuyo producido se pagan las mercancías.
El Banco de la República no tiene oficina o agencia de compra de metales en Guainía, así que los habitantes de Inírida deben ingeniarse mecanismos de transporte del metal con el que les han pagado por sus servicios para venderlo en Villavicencio, Bogotá, Medellín o Cali.
Para aclarar dudas sobre las circunstancias reales en que se cumple el comercio del oro hice un derecho ciudadano de petición a la gerencia del Banco de la República, que me precisó los extremos jurídicos que rodean sus transacciones: si bien “el Banco de la República se encuentra autorizado para realizar operaciones de compra, venta de metales preciosos y, en especial, comprar el oro de producción nacional que le sea ofrecido en venta, de conformidad con lo establecido en el artículo 13 de la Ley 9a de 1991 el mercado de oro en Colombia es libre, razón por la cual esta Entidad es un agente más dentro del mercado”.
Luego puntualiza un hecho externo, según el cual es “preciso mencionar que las ventas de oro al Banco de la República por parte de los diferentes agentes del mercado han venido disminuyendo considerablemente, por lo que desde el año 1995 se inició el cierre paulatino de agencias de compra de oro” en el país, y que “así las cosas, en la actualidad para realización de operaciones de compra de oro se tienen dispuestos los puntos de compra de la Sucursal de Medellín, Agencia Cultural Quibdó y en la Oficina Principal en Bogotá” (del Banco de la República).
Da como referencia el estudio técnico denominado “Participación del Banco de la República en la Comercialización De Oro en Colombia”, muy extenso y completo, y según el cual se “concluye que el Banco de la República debe continuar involucrado como un comprador más en el mercado local, previo la acreditación de los requisitos”.
La consecuencia de esos corolarios suyos es contundente: “informamos que el Banco de la República no está considerando la posibilidad de poner en operación puntos de compra de oro adicionales a los que operan en las ciudades de Medellín, Quibdó y Bogotá.”
Queda así definido el marco genérico de comercialización del oro.
Como relatábamos antes, los mineros que trabajan directamente en los yacimientos venezolanos pagan a los comerciantes locales sus consumos y dispendios, la dormida y hasta los servicios médicos, con las rayas de oro que han logrado recuperar de la tierra lavada en las minas de la montaña de Yapacana.
Esas rayas son llevadas a Inírida, donde opera una serie de redes abiertas, que se encargan de hacerlas llegar a los centros urbanos del interior del país, y donde podrán ser vendidos en condiciones más favorables que el mercado pequeño y poco fluente de la capital de Guainía.
El comercio del oro en Inírida no es monopsonio (lo opuesto al monopolio), porque hay múltiples compradores, que corresponden a lógicas diferentes y están en franca competencia por lograr el precio más favorable. Ello se traduce en una forma de irrigación del esfuerzo minero por la ciudad, y también en fuente de evidente movilidad social, en un ambiente vacío de grandes oportunidades.
Cuando se vende el oro en Bogotá, Medellín o Cali, apenas una mínima porción de ese dinero en físico se envía a Guainía, porque sería ineficiente, peligroso y oneroso. Ineficiente, porque implicaría el costo del giro y transporte de ese numerario hasta Inírida, y luego volverlo a girar o transportar para comprar los suministros que se necesitan en el departamento; peligroso, por los niveles de inseguridad que se manifiestan a lo largo de los casi 500 kilómetros de un recorrido hasta la capital, y oneroso, porque la combinación de esos elementos adversos implicaría desplegar fuerzas de seguridad y protección a lo largo del trayecto.
Esa combinación de factores desembocó en la adopción de un mecanismo de compensación o canje en Guainía, que ha operado en beneficio de todos los intervinientes en la operación: como los comerciantes necesitan pagar por las mercancías que compran en las grandes ciudades y, a su vez, quienes han vendido su oro en las ciudades del interior del país cuentan con un dinero en efectivo que les cuesta mucho transportar a Guainía, se compensan entre los dos. Quien compra mercancías en las grandes ciudades, paga con el numerario de los comercializadores de oro. Con este efectivo pagan las mercancías que se necesitan en el departamento, y cuando se las vende en las grandes superficies, o en las ventas al por menor, los vendedores del metal recuperan su dinero.
En otras ocasiones se compra directamente los bienes o mercancías que los vendedores de oro necesitan para su casa o la subsistencia de su familia, y se los transporta por la misma ruta que emplean los de los abarrotes. O algunos comerciantes locales prestan sus cuentas para hacer todas esas transacciones, y a cambio les transportan en los barcos las mercancías que ellos necesitan en Inírida.
Se trata así de una relación simbiótica, mutuamente beneficiosa, pero que tiene una característica adicional y relevante: en ninguna de sus etapas hay creación o generación de riqueza o de utilidades, porque están intercambiando solidaridades y asistiéndose en necesidades, no atendidas por ningún otro mecanismo.
En realidad se trata de otra forma más de capitalismo del intercambio a que están forzados los habitantes de Guainía, de mercantilismo, y que opera en el marco de una sociedad de alguna forma cerrada y aislada, porque los medios de comunicarse con el exterior son alejados y costosos. Y se corresponde con la misma lógica original, la de entregar oro a cambio de mercancías, productos y servicios. Es otra realidad, y otra razón también.
La ruta del oro
Pero quien crea deducir de todo esto que allí impera una armonía creativa, se verá muy pronto desconcertado, porque la verdad es que lo que se aprecia a la vuelta de un par de días en la región es el desarrollo de una economía de los codazos, donde todo el mundo intenta abrirse espacio para su accionar; y, como se dijera también antes, el lubricante de las buenas maneras no es muy usual en las relaciones interpersonales.
Es un entorno solidario, pero altamente competitivo, darwiniano. Lo que facilita las relaciones sociales, sin embargo, es el valor claro de la palabra: aquello a lo que alguien se compromete, se cumple. Punto. Sin ambages ni ambigüedades. La validez de la palabra es la única fuente de la paz en la región.
Y esa característica explica mucho de lo que viene a continuación.
El 19 de junio de 2019 marcó un hito en la historia de la frontera colombo-venezolana, y en concreto en las dos ciudades vecinas, Inírida en Guaviare y San Fernando de Atabapo, en el estado venezolano de Amazonas.
La Guardia Civil venezolana tenía por costumbre requisar a quienes salían de la mina, y cobrarles directamente un porcentaje del oro que portaban, o en otros casos, incautárselo todo, por ser producto de una operación ilegal, que lo era.
Pero no había ninguna otra fuente de riqueza en la región venezolana; escaseaban los alimentos, no había fuentes de trabajo, y los empleados públicos recibían un salario tan bajo, que no cubría siquiera la condición mínima de la vivienda. Su fuente principal de abastecimiento de alimentos era, y es, Inírida, pero el crédito no era una alternativa frente a las condiciones políticas y sociales que vivía el país luego de la reelección de Nicolás Maduro en la presidencia.
Ese 19 de junio todos los habitantes de Atabapo se lanzaron a la calle, encerraron a los miembros de la Guardia Civil, y les pusieron la realidad de frente: o nos dejan trabajar la mina y sacar el oro, o preséntenos una opción real y concreta que resuelva ya la pobreza galopante en el municipio.
Maestros y médicos y jueces locales llevaban más de seis meses sin recibir salario, y esa era la población privilegiada de Amazonas.
La Guardia Civil no tuvo opción a plegarse a las exigencias de los habitantes, y desde entonces la explotación de las minas de oro de la región son la fuente principal, y casi única, de supervivencia de todos ellos, pero también de sus proveedores en Guainía.
Luego de varias negociaciones previas con quienes podrían hablarnos de su experiencia, pudimos viajar a Atabapo a bordo de una voladora, como llaman a las lanchas rápidas que sirven de taxi expreso con Inírida. Es un paisaje de apabullante hermosura, y quita el aliento la llegada a la Estrella Fluvial de Oriente que, como la capital de Guaviare, es una fábrica de paisajes ocres en la tarde, de rojo intenso en la mañana.
Pero cuando se desembarca en Atabapo esa iridiscencia se trunca, se estrella contra la contundencia de las bodegas desvencijadas, las paredes agrietadas, las casas ahora abandonadas que se ve tuvieron mejor vida; una amenaza de ruina que sobrecoge, que corta el aliento. Nuestra mera llegada atrae a los habitantes, somnolientos por el calor apabullante de las 7 de la mañana, y nos siguen a donde tomamos fotos: ¿la van a comprar? ¿Van a reactivar la fábrica? Esa era una bodega marina, todavía hay refrigeradores, ¿montarán una nueva empresa? Todas son preguntas ávidas de oportunidades y de iniciativas. Y cuando les decimos que somos unos turistas en busca de aves exóticas para retratar, van perdiendo el interés y se desgranan por entre las calles del pueblo, silencioso, aletargado, que soporta el calor como una ruana que le casa todo el día.
Como nadie pudo –o quiso- ponernos en contacto con Alejandro Pretty, el alegado jefe de la guerrilla que maneja destinos y suertes en la región, nos hemos citado con dos personas de Amazonas, una, un veterano minero, el otro, un transportador que conduce con igual pericia en trochas que en ríos. Ambos son venezolanos, uno indígena, el otro descendiente de colonos con décadas de residencia.
Empiezan por aclararnos que el nombre de “La Mina” es un genérico que en realidad hace referencia a la montaña Yapacana donde hay yacimientos de oro, y que abarca cuando menos cuatro municipios del Amazonas, Atabapo, Manapiare, Maroa y Alto Orinoco, o sea, casi el 80 por ciento del total de la superficie del estado, y cuya población es indígena en una proporción similar.
Y en esos cuatro municipios están en operación unas diez minas distintas, con varios yacimientos: mencionan, por ejemplo, La 40, La 50, Piedra blanca, Maraya, Mendesaque, Caños Grande, Caimán, Diablo, Carmen, Piedra, Mina Pariente y Mina Nueva; Cejal y Tábano, y la más famosa de todas, la Mina Maraya, cuyo oro da una sorprendente ley de .990, casi puro!
Luego de lograr llegar allá y asegurarse un espacio, nos explica el minero, la dificultad empieza por aprender a conocer la explotación del oro, que implica desarrollar la técnica de una auténtica profesión, dice orgulloso: hay que cultivar las habilidades para combinar tres fuentes de información, el olor del predio, el color de su tierra y la densidad de los granos de arena; tales son los indicios a tomar en cuenta antes de dedicarse a cavar la tierra en busca del preciado metal. Son, recuerdan, algunas de las enseñanzas que a finales de los años 80s les dejara el brasileño Ronaldo, de quien se dice logró recuperar en su vida más de 50 kilos de oro de los yacimientos, y luego moriría en la pobreza, viviendo como instructor y consejero de oficio de quienes iban a aventurarse en la mina.
Los mineros más veteranos lo recuerdan como el hombre que les enseñó las destrezas para identificar si quien se iba para la mina poseía las habilidades para el “repeleo”, como llaman la actividad principal de buscar oro entre la tierra que arrojan las máquinas, y el “bateo”, cuando el oro se busca en las arenas de los ríos.
La mina llevaba años bajo el control discreto de una columna de la guerrilla colombiana de las Farc, pero luego del proceso de paz se retiraron y ante la incapacidad del Estado de copar sus espacios, en pocos meses se instaló una de la guerrilla colombiana del Eln, que es desde hace cinco años el poder real de la región.
Hay también un grupo no bien definido de hombres armados, que se autoproclaman como paramilitares, y a ellos se suman las fuerzas regulares de la Guardia Nacional venezolana. Ese poder tripartito de hecho es el que maneja los yacimientos, cuentan con su propio equipamiento de exploración intensiva del oro, sus hombres, y también sus avionetas, pistas y rutas.
Un par de testimonios aseguran hubo un jefe guerrillero que, cuando ingresó a la zona, increpó a sus hombres si eran guerrilla o comerciantes o mineros, pero como le pasara en los años 80s al M-19 cuando se refugió en el Cauca con el cultivo y el consumo de la coca y el bazuco, a los pocos meses la marcha tradicional de las cosas volvió a su cauce, y el oro es otra vez su moneda de cambio.
También un comandante de la Guardia Civil empezó un censo de mineros, intentó organizarlos y darle una racionalidad a la explotación de las minas, básicamente para asegurar condiciones mínimas humanitarias, pero alguien se quejó en Caracas, y fue removido en la mitad de su trabajo.
En ese momento el censo alcanzó a identificar a 20 mil mineros, más del 80% venezolanos, y más del 70% del total, población indígena, y es el único punto de referencia que todavía se tiene.
De acuerdo con un par de testimonios de mineros el control no es solo social, sino que cuenta esa guerrilla con sus propias máquinas de explotación de los yacimientos, y también según un informe de un par de ONGs internacionales, cuentan con sus propias pistas clandestinas en territorio venezolano, desde donde despachan el metal hacia Caracas.
Ese control no es evidente, pero cuando se les pregunta por la guerrilla, ellos rectifican son sigilo para decir que es “el movimiento”, y esperan cualquier palabra para escabullir el tema, y si no lo logran, escabullirse ellos mismos de la conversación.
La ocasión la prestó un hombre recio de figura y aspecto, y quien saluda con gran afabilidad, es el médico venezolano que maneja uno de los tres consultorios que operan en La Mina, y a quien le explican me están dando una inducción porque, como les he dicho para conseguir su versión, me quiero ir al repeleo. Ya aceptada esa aclaración, le puedo preguntar por las enfermedades más comunes entre los mineros. Depende, dice el médico. Entre los maquinistas, el pie de elefante, entre los demás, las infecciones de todo tipo, y que principalmente maneja con una planta, Guaba, que aclara orgulloso, es el mejor antibiótico natural.
Hasta hace cinco años era el médico del centro de salud de uno de los municipios de Amazonas, pero con la crisis económica desatada por el embargo internacional a Venezuela, debió buscar la minería como única fuente de ingreso familiar. Ahora el ceño fruncido se relaja, y la piel quemada por el sol de la intemperie toma un color pálido, mientras describe las penurias que sus dos hijas y su mujer deben soportar a diario en medio de la tropelía de los buscadores de oro. Pero no se deja derrotar, dice en medio de una sonora carcajada, mientras empieza a mover los pies al ritmo de la música de arpa y cuatro que se deja escuchar de algún parque cercano.
Puestos en evidencia en sus mecanismos, aprovechamos el nerviosismo que desencadenan las preguntas directas para aventuramos a averiguar por los cultivos de coca y los laboratorios de procesamiento de cocaína. La respuesta es una unívoca y múltiple carcajada de lógica irrebatible, “¡¿y para qué vamos a revolverle coca al oro, si los narcos trafican con la coca para comprar oro?!”
En la revisión de notas de prensa previas al viaje a Inírida me había llamado la atención que se destacó la ausencia de noticias sobre narcotráfico en la región, y en cambio la publicación de un par de ellas, relacionadas con la incautación de pacas de marihuana que llegaban del Bogotá a Inírida. Su problema es evidentemente distinto al resto del país.
Hasta hace un par de años estaba prohibido el uso de los celulares en La Mina –en realidad, para tomar fotos o mandar mensajes, porque el servicio no soporta las llamadas- pero ahora se permite la comunicación a través de los aplicativos de mensajes.
Varían las estimaciones de la población flotante que ocupa la montaña, pero la cifran en general entre 15 mil y 22 mil personas. Después de un informe de Human Rights Watch sobre la minería ilegal, que como hemos visto, a duras penas es minería de supervivencia, hubo un afluente de espontáneos, pero tan pronto presenciaron y empezaron a experimentar las duras condiciones del trabajo, casi esclavo que tienen que afrontar, la población volvió a reducirse a su promedio normal
El oro de los grandes mineros y propietarios de máquinas de La Mina sale en avionetas desde las pistas clandestinas en Venezuela. El de los pequeños mineros, el de la minería de subsistencia, hace su trayecto de La Mina a Inírida por los mismos barcos que llegan con las provisiones. Son los mineros que llevan rayas o un par de gramos, luego de semanas de trabajo esclavo. Una jornada de trabajo se hace en dos bloques, por el clima, de 5 a 11 de la mañana, y otro contingente que empieza a las 3 de la tarde, y si el clima lo permite, hasta las 9 de la noche, pero los bichos y la temperatura casi nunca permiten pasar de las 6 de la tarde.
Con esas jornadas, nos dicen, y, sin embargo, lo más probable es que solo quienes llevan ya meses siguiendo el corte de la veta, puede un minero alcanzar los dos gramos de oro libres en el mes (en buena época, unos $350 mil). Lo suficiente para asegurar su subsistencia mientras persigue el sueño de cazar un cochano que compense sus privaciones.
Esa meta, luego de pagarse la costosa manutención, y hacer su aporte para el pago del aceite y el combustible que mueve la planta comunal, que impulsa los chorros de agua para limpiar la tierra en el día, y alumbra un par de horas los cambuches en la noche.
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-Los que agarraron la yuca van a vivir con sencillez y sin codicia, van a trabajar la tierra y solo van a agarrar lo que necesiten y cuando lo requieran; pero tengan cuidado, porque siempre serán tentados por los demás, por eso serán los mayores cuidadores de la tierra y todo lo que la rodea, Todo su entorno es la verdadera riqueza, en estas tierras formarán sus comunidades, todos están divididos en dos partes, pero cada lado puede influir en el otro.
Un momento después de despedirse y frente a la mirada maravillada de todos, Vonn se levantó y comenzó a caminar lentamente hacia arriba, poco a poco fue apareciendo entre sus pies una ligera y liviana nube de luz tan brillante que parecía cegarles la vista, pero no podían dejar de mirarla, eso mismo lo condujo hacia arriba, desapareciendo en los cielos dentro de una gran bola de luz que se fugó en medio de un último destello
(De El Clan de la Gente Amarga Iwansü-ju, de la escritora puinave Heleniuda Gómez Martínez)
* Fabio Castillo es periodista y autor de la trilogía Los Jinetes de la Cocaína, La Coca Nostra y Los Nuevos Jinetes de la Cocaína. Creó y dirigió el equipo de investigación del diario El Espectador de Bogotá, desde 1980 hasta 2002. Es Reuter Fellow de la Universidad de Oxford y Gad Gross Fellow del Comité para la Protección de Periodistas de Nueva York. Le fue otorgado el Lilly Hellman-Dashiell Hammett Grant de The Human Right Watch de Washington.