(1ro de 2): Guainía: Del «Embrujo Verde» al «Espejismo Dorado»

Los habitantes de esta esquina suroriental de Colombia viven de frente al río, que les trae los alimentos y una congrua riqueza derivada de la minería de subsistencia, y de espaldas a una selva tan esquiva para producir comida, como lo es el gobierno central en hacer justicia a sus reclamos y en atender sus necesidades. La conjunción de esos factores forzó a su población a vivir inmersa en el comercio del intercambio, tan exótico como incomprendido en el resto del país.    

Por: Fabio Castillo*

Director   El Diario Alternativo, www.eldiarioalternativo.org

Foto La tragedia de los mineros improvisados. Propiedad de Sebastiao Salgado Garimperos.

Inírida está enmarcado por el embrujo verde de la selva a la que ha dejado a su espalda y el espejismo rutilante del oro que deslumbra al frente, en tierras de Venezuela. Y esa naturaleza define su presente y tal vez marque su futuro.

Los cerca de 40 mil habitantes de la capital del departamento de Guainía libran una batalla diaria contra la precariedad de medios y de oportunidades, con una población flotante que nadie se ha atrevido a medir, desde cuando sobrevino una oleada de más de seis mil venezolanos a asentarse en las goteras de su capital.

Mapa de Guainía. Tomada por Fabio Castillo.

Nada de eso sorprende a sus habitantes, acostumbrados al cambio intempestivo de su normalidad.

Un día sí, y al otro también, atracan en el puerto fluvial de Inírida barcos-bodega con las toneladas de carga que recogen en San José del Guaviare, a doce días de navegación, a donde se han acopiado las provisiones enviadas por tierra desde Villavicencio, en un peregrinar decimonónico que nos aterriza en la realidad del mundo burbuja a que los tiene acostumbrados Bogotá. El mismo gobierno y menos el resto de colombianos tienen la menor idea de lo que acontece en esta prodigiosa región, olvidada de todos y de todo.

El idioma de Inírida por eso es la carencia: cuando aterrizamos en el aeropuerto César Gaviria (ejem, ejem), el tema generalizado de conversación en la ciudad es la escasez de las aguas gaseosas azucaradas, que llevan tres días sin llegar y no hay anuncios de que el cargamento llegue pronto.

Para quienes tenemos proscrita de nuestra dieta ese tipo de bombas de glucosa se trata de una buena noticia, pero en la zona es un símbolo más de alarma, estado apenas superado por uno similar de tres semanas antes, cuando el invierno demoró casi un mes la llegada de los cargamentos de papel del baño y en el rápido de Raudales se volcó un planchón que atoaba cuatro barcos con comida y concentrado para los pescados y cerdos de la comunidad. Esa zozobra es la fuente de la incertidumbre de esta región que ha aprendido a fuerza de golpes a hacer sincretismo de las dos más evidentes cualidades de sus habitantes, la resistencia y la resiliencia.

Y es que cualquier operación de reabastecimiento de Inírida es una batalla siempre inédita por la falta de vías de acceso, enfrentando a las fuerzas de la naturaleza y esquivando las adversidades del orden público. El director de cine Werner Herzog (Berlín, 1942) es célebre por sus películas que retratan a los autores de batallas imposibles. Y entre ellas se viene a la memoria Fitzcarraldo, que describe al aspirante barón del caucho en Iquitos, que se embarcó en una operación suicida para intentar construir con fuerza indígena un teatro de ópera en la mitad del Amazonas, contra todo consejo y las evidencias de la naturaleza. Parece a veces una imagen de la vida diaria de las batallas de Inírida.

Desde cuando se asentó la comisión de fundadores de Guainía, en 1963, nada les ha resultado fácil ni cómodo a los colonos, que han ganado centímetro a centímetro la tierra que hoy habitan, y donde plantan, orgullosos, la bandera colombiana y su soberanía.

La Calle de Los Fundadores, o La 16 como más se la conoce, empieza en el puerto y se cruza con el cementerio de Inírida, donde también se truncan muchos de los sueños y emprendimientos de la capital de la tierra de las muchas aguas, que es la etimología ticuna-yurí de Guainía.

La pasión de un buscador de oro. Foto de Sebastiao Salgado Garimperos.

Una realidad que fue abruptamente distorsionada hace doce años, cuando la crisis política de Venezuela provocó una estampida de desplazados, que trajeron la noticia de una montaña de oro en una reserva ecológica y transformaron la dinámica social y económica del puerto, multiplicó sus problemas y expuso a sus autoridades a retos que todavía no han podido superar con sus propios medios.

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… (el dios) Ducjín repartió la gente por todas las direcciones, mandó a los Puinaves al río Inírida, a los Curripacos al Insana y al Guainía, a los Sicuanis al Vichada, a los Piaroas al Orinoco, y a los Piratapuyos, Guananos y Cubeos al Vaupés. Aun así, sin importar la distancia todos se reunían en la fiesta del Yuruparí, esa fiesta se celebraba cuando los muchachos pasaban a ser hombres, se hacía en la época de lluvias porque en ese tiempo los frutos silvestres maduran, como el seje, el moriche, el yurí, y el chiquichiqui, porque con estos frutos se preparaban la chicha que consumían en los rituales. Cuando iniciaba el ritual los hombres sacaban las flautas sagradas del río, se iban en sus curiaras recorriendo los senderos y las montañas tocando sus melodías, la selva retumbaba con sus inconfundibles y misteriosos sonidos…

(Del libro El Clan de la Gente Amarga Iwansü-ju, de la escritora puinave Heleniuda Gómez Martínez, Editorial El Búho, Bogotá, 2022, de donde también se toman los otros fragmentos que se citarán más adelante con la misma grafía) 

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  La fiebre del oro

Las fechas varían según con quien se hable, en un territorio de gran tradición oral, pero el común denominador de las entrevistas hechas podría ubicar en 2012 el vuelco a las costumbres y la vida económica de Guainía.

Primero llegaron por oleadas los garimpeiros del Brasil. Exhibidos al mundo por la lente del fotógrafo Sebastiao Salgado, son los mineros que por miles y miles se dedicaban a arañar la tierra para recuperar el oro de las montañas del estado brasileño de Pará, al norte de su país. Cuando sus yacimientos se fueron secando, los garimpeiros siguieron el corte o la veta hacia el norte, y llegaron a Amazonas, en Venezuela, y luego al frente, en Guainía.

A los mineros que buscaban el oro en las montañas, los garimpeiros los adiestraron en las técnicas de identificación del color y el olor de la tierra donde puede haber vetas del metal, tal y como un zahorí se enseña y adiestra para buscar agua.  A quienes hacían la minería de oro en los ríos, les transmitieron sus métodos de localizar el aluvión, el sedimento de los ríos donde se puede asentar el oro, y de paso a diferenciar los montículos potenciales del metal, con los de coltán, el mineral compuesto de columbita y tantalita, una de las materias primas para la fabricación de los celulares y aparatos electrónicos que emplean condensadores pequeños.

Muy descriptivo, el sitio de la mina de oro en el Pará de los garimpeiros es hoy conocido como Sierra Pelada. Para sacar el oro no solo se debe cavar el cerro, sino que a la tierra recuperada la someten a un lavado con químicos altamente contaminantes y peligrosos, como el mercurio y el cianuro, que se depositan en la tierra o se van por entre las aguas de los ríos.

La minería del oro era en Guainía una actividad residual hasta 2012, cuando una conjunción de hechos la disparó de forma exponencial, como resultado no previsto de políticas distintas y no convergentes, y que transformó las dinámicas sociales y económicas de forma inusitada.     

Casi al mismo tiempo, en octubre de 2012, fue reelegido Hugo Chávez en Venezuela, y con la fuerza renovada del nuevo mandato, al poco tiempo empezó el proceso público de nacionalización de empresas, la imposición de restricciones a las operaciones de cambio internacional, mientras que se desplomaban los precios de venta del petróleo, hasta niveles no vistos en décadas.

También en octubre de ese mismo año 2012, en Bogotá el entonces presidente Juan Manuel Santos expidió un decreto, el 2235, que criminalizó la minería de subsistencia que no fuera amparada con títulos mineros vigentes, y a continuación dio atribuciones a las autoridades de policía para destruir la maquinaria pesada empleada en ese tipo de minería, que pasó entonces y contra toda evidencia histórica a ser denominada manera genérica como “minería ilegal”.

En un ejemplo típico del efecto mariposa, venezolanos, guainianos y brasileños se vieron hermanados por la necesidad de proveerse el sustento, y lo hallaron en los inagotables yacimientos minerales del Cerro Yapacana, en el estado venezolano de Amazonas, a tres horas por río de Inírida.

Primero en negociaciones directas con las comunidades indígenas asentadas a lo largo del río en Colombia y Venezuela, y luego con los efectivos de la Guardia Nacional venezolana, los mineros súbitos y espontáneos lograron acuerdos que fueron abriendo la posibilidad de hacer explotación de los yacimientos de oro en Yapacana que, por lo demás, es un parque nacional de conservación natural, por la enorme riqueza de biodiversidad que alberga.

Esos acuerdos, según la memoria de algunos de los mineros más veteranos, consistían básicamente en pagar una suma fija por lancha o voladora que pasara por el río hacia “la mina”. Una especie de peaje de tránsito en las dos direcciones, en un dinero que decían los capitanes, o autoridades mayores de la comunidad indígena respectiva, iba a destinarse a alivianar las condiciones de sus miembros, pero también a atender las necesidades más urgentes de la población, tradicionalmente abandonada del Estado.

Ese fue el escenario más frecuente durante años, hasta cuando en 2016 fue reelegido Nicolás Maduro en la Presidencia (“todos me subestimaron”, fue su grito de victoria) y la réplica internacional a ese hecho consistió en reforzarle a Venezuela un embargo económico, que apenas en estos últimos meses ha empezado a ceder.

La respuesta del presidente Maduro fue incentivar la explotación de los otros recursos naturales de Venezuela, aparte del petróleo: lanzó el Proyecto del Arco Minero, que cubría entre otros al limítrofe estado venezolano de Amazonas, frente a Guainía. Para solventar la crisis económica generada por el bloqueo comercial y de divisas, se abrió el grifo legal para que los habitantes de la zona del arco minero pudieran explotar ellos mismos los recursos naturales, y proveer con ellos su sustento con el producto de sus hallazgos.

No era una apuesta menor, el Arco Minero representa el 12 por ciento del territorio venezolano, más de 111 mil kilómetros cuadrados, el doble de la Franja Petrolífera del Orinoco, y se calculan en más de 7.000 toneladas sus reservas probables de oro, cobre, diamante, coltán, hierro y bauxita.

Esa apuesta disparó las migraciones de mineros experimentados y espontáneos hacia las poblaciones cercanas a los yacimientos, y en este caso al estado de Amazonas, frente al departamento de Guainía, que a su veía criminalizada la tradicional actividad de la minería de subsistencia en los ríos de su región.

Las migraciones no solo fueron de venezolanos, sino también de brasileños y ecuatorianos, que viajaban en manadas en busca de esa nueva versión de El Dorado. La pobreza poco caso hace de fronteras y pasaportes.

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(el dios) Vonn les explicó cómo sería la dinámica de la selección, les dijo:

-Voy a mencionar algo de lo que aquí pueden observar, quien lo quiera viene a reclamarlo.

Al mismo instante Vonn levantó una bandeja llena de oro y piedras preciosas, a lo que los hombres de piel blanca bruscamente saltaron agarrando la bandeja, Von se las entregó a ellos.

Entonces levantó la segunda bandeja donde había casabe, mañoco y pescado, los hombres de pieles oscuras lo recibieron y lo repartieron entre ellos en partes iguales, y esta vez levantó una bandeja con todo tipo de polvos de hermosos colores, no sabemos qué raza de personas sería la que recibió ese obsequio. Por último, al mico le dio una bandeja con todo tipo de frutos dulces, ácidos y amargo, Vonn volvió a decir.

-Entonces, es así como van a vivir, cada uno tomó la decisión que consideró más sabia, los que agarraron la riqueza siempre van a querer más y se van a pelear por eso hasta con sus familias de sangre, nunca se van a llenar; por más que tengan, no quedarán satisfechos deseando siempre un poco más.

-Los que agarraron la yuca van a vivir con sencillez y sin codicia, van a trabajar la tierra y solo van a agarrar lo que necesiten cuando lo requieran, pero tengan cuidado porque siempre serán tentados por los demás, por eso serán los mayores cuidadores de la tierra y todo lo que los rodea, todo su entorno en la verdadera riqueza; en estas tierras formarán sus comunidades, todos están divididos en dos partes, pero cada lado puede influir en el otro…

Un momento después de despedirse y frente a la mirada maravillada de todos, Vonn se levantó y comenzó a caminar lentamente hacia arriba, poco a poco apareciendo entre sus pies una ligera y liviana nube de luz brillante, que parecía cegarles la vista, pero no podían dejar de mirarla; eso mismo lo condujo hacia arriba, desapareciendo en los cielos dentro de una gran bola de luz que se fugó en medio de un último destello

(De El Clan de la Gente Amarga Iwansü-ju, de la escritora puinave Heleniuda Gómez Martínez”

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En el Precapitalismo

La llegada a Inírida le recuerda a uno los retos juveniles de Frogger, el juego electrónico de Arcade de principios de los años 80s del siglo pasado, que consistía en llevar una rana de un lado de la calle a su casa en el arcén opuesto, por entre una nube de vehículos que podían destriparla en cualquier descuido.

La avenida de Los Fundadores, sin un solo semáforo, es un hervidero de motos, motocarros y vehículos, que se cruzan y entrecruzan sin sentido ni concierto, y sin un solo policía que les de paso o señale prioridad. El tránsito de un lado de la calle al otro es un puro ejercicio de concentración y supervivencia, que los locales afrontan como un divertimiento, al fin y al cabo, un reto menor frente a lo que les significa su ruda cotidianidad.

Lo que nunca se encuentra, por contraste y contra la ilusión de la entrada a los llanos orientales, es un caballo ni una mula: esos animales han sido sustituidos por las motos, de la misma manera que los sombreros fueron derrotados por las gorras de los beisbolistas gringos, de mejor promoción en la música y los vídeo-clips de las redes sociales. 

Y es obligación cruzar de un lado al otro de la calle central de Inírida, porque todo el comercio se concentra en ese trayecto: calle arriba hay motores y compresores, podadoras y gabardinas encauchadas, medicamentos y hoteles y agencias de viaje, supermercados de grandes pequeñas y medianas superficies; y ventas de oro, y joyerías y casas de empeño que en realidad son compras discretas de oros y cochanos; restaurantes y pollerías, hamacas y sudaderas, gorras y cachuchas, vestidos, camisas y puntillas, planes prepago y pos pago de celular, antenas para captura de imagen de televisión –este es territorio exclusivo DirecTv-, licores varios envasados en botellas de colores sospechosos, zapatos y zapatillas y botas y botines, collares tejidos en palma, cobijas, juegos de cama y de mesa, jugos de frutos de color morado, verde o amarillo intensos, de nombre difícil de recordar y que no se volverá a repetir en ningún lugar; calle abajo hay panaderías, arepas con huevos pericos, café y tinto y aromáticas, joyerías y ventas de artesanías, latas y galones de pintura, amarres y remaches; vasos, platos y pocillos en todos los materiales y colores y formas y adornos, de China, de Japón y de San Victorino; restaurantes, cafeterías, salones de onces, peluquerías y salones de belleza para pestañas y cejas permanentes; ferreterías y tiendas de aparejos de pescadores, con piedras de afilar, anzuelos, lianas y cañas, todo lo necesario para pescar lamprea, tenca, lucio, carpa, peje, sábalo, pacú, dorado, mojarra, lisa, pez cachorro, carachama o cachama en confianza; yulilla, y el más codiciado, el bocón, que sirve para hacer el plato por excelencia de la comunidad guainiense, el pescado moquiado, llamado así tal vez porque se lo asa al humo con maderas seleccionadas que solo conocen los indígenas; orfebrerías y talleres de fundido de oro, floristerías y licoreras, casas de apuestas y los seis corresponsales bancarios que manejan las finanzas de todos sus habitantes. Tres carnicerías, en una sola con la advertencia de que “hay cerdo fresco” y una que solo vende pollo, gallina y huevos.

Esta variopinta miríada de negocios dibuja una realidad contundente: nada de lo que allí venden y anuncian se produce en esa tierra, todo es “importado” del interior del país y su venta se hace a cambio del dinero que reciben los mineros por sus gramos –o más comúnmente, las rayas, como se denomina a las fracciones del gramo de oro puro que se lleva a vender- entregados a los joyeros.

Puro y llano pre capitalismo mercantilista de intercambio de una mercancía por otra mercancía, como se aprecia en tanto pueblo colombiano que sirve de centro de abastecimiento a regiones donde pululan por miles los recolectores de frutos de fincas cafetaleras, cacaoteras, paperas, o de los hatos ganaderos de la Costa Atlántica o el Llano. En ese intercambio de bienes no hay creación de riqueza, apenas las pingües utilidades del comerciante. Tampoco hay beneficio a la economía local, porque esos bienes se producen en otro lugar. Como su minería, este comercio también es de subsistencia.  

Amarrados

Y sin embargo la creación del arco minero en la vecina Venezuela le significó a Inírida una proliferación alucinante en las distintas formas del comercio. De manera espontánea, como suelen ser los procesos sociales auténticos, se fueron organizando los establecimientos de compraventa, impulsados ahora por la demanda de los inmigrantes que llegaban atraídos por el espejismo del oro y el coltán, y de quienes veían en su trabajo la oportunidad de pellizcar algo del esfuerzo de esa clase de trabajadores.

La gradación económica se dio primero en las calles del pueblo, que empezaron a ver la multiplicación de supermercados llenos con provisiones que llegan a la ciudad por barco. Luego las exigencias de los mineros dieron lugar a tiendas y ferreterías especializadas en proveer lo que usan en su actividad, principalmente ropa e impermeables, y a la vuelta de pocos años se asentaron las organizaciones económicas de ecuatorianos, que proveen una variedad inusitada de prendas de vestir, buena parte de evidente procedencia china.

Para entendernos mejor, una ubicación en el espacio: en Guainía casi nada se produce o transforma. Es un medio entrópico, un círculo perfecto y cerrado, en el que hay mera economía del trueque: tú me pagas con oro obtenido con tu trabajo y a cambio te entrego las mercancías y suministros que importo del interior del país.  Unos grandes comerciantes de Inírida compran en Bogotá, Medellín o Cali los alimentos y refrescos y cerveza y ron y dulces y desechables y medicamentos y arroz, lentejas, frijoles, aceite de freír o de ensalada, mantequilla y margarina, y pollos y gallina, y huevos, y sal, y condimentos y papaya, y cebolla y ajo, y cilantro y papa, y todos los similares, porque Guainía, según la verdad popular, está asentada sobre una gran laja de piedra, con una capa vegetal mínima, que apenas alberga los productos escasos que se ven en la plaza popular, plátano verde, pequeño y sabroso, y una yuca paluda, alargada y flacucha, a la que  deben cocinar o moler o exprimir, para sacarle  los cinco alimentos que la sabiduría ancestral ha sabido apropiarse para convertirlo en el alimento más versátil que todos conocen, el casabe, la harina, el maka o Asi, Ceje o Patabá, yuca dulce o brava, Mapuey, una yuca arenosa, ñame, batata, en fin…

Escudo de Guainía. Asamblea Departamental. Foto de Fabio Castillo.

Una visita por los pocos puestos de venta de comida en el centro de Inírida confirma la poca variedad de cultivos, plátano verde pequeño y macizo, del que se hacen tajadas y sopas bebidas y polvo para la sopa de pescado, y yuca, la variopinta y multiservicios de muchos subproductos para el mismo resultado, una compañía del pescado que los acompaña a toda hora.

Eso explica tal vez la tarea faraónica que implica el transporte de alimentos hacia Guainía:

En San José las provisiones son cargadas en planchones de gran calado, que a su vez sirven de arrastre a lanchas y botes que van cargados con elementos que no se pueden mezclar, como pipetas de gas, bidones y canecas de combustible, cuartos fríos para transportar carnes, huevos y lácteos, químicos de aseo y de uso industrial; cemento y bloques y ladrillos para la construcción. Y un sinnúmero de divisiones y subdivisiones imposibles de recordar, todo lo que quepa en su mente para necesidad de consumo habitual estará en alguno de esos planchones. Como se verá en las vitrinas de los comercios, el espacio para lo suntuario y lo despampanante no existe. No tiene cabida. No tiene transporte. En los supermercados se hace indiscutible que su principal fuente de suministro de bienes se encuentra en Medellín, Cali y Bogotá, en ese mismo orden, y últimamente también de Barranquilla. La mayoría de productos se concentran en bodegas de Villavicencio, desde donde son despachadas por tierra hasta el puerto fluvial de San José del Guaviare.

Esta es la imagen de Inírida versión 2022, pero bien poco difiere de la descrita en 2006 en un estudio del Sinchi (Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas), que buscaba caracterizar los asentamientos humanos en Guainía:

La dinámica económica de Guainía es entonces bien sencilla: los pequeños mineros, brasileños, ecuatorianos, venezolanos y colombianos, pergeñan la tierra y consiguen el oro, que debe ser llevado a un taller de fundición, donde lo purifican y lo convierten en el metal que sirve para transacción.

Minar el oro

Si el minero se encuentra en la mina, los comerciantes le recibirán el oro como moneda de cambio: la medida son las rayas, una referencia a las diez rayas en que se divide el gramo en las balanzas de precisión que todos tienen a la mano, y que toman dos medidas: la del peso físico del metal, que es una medida precisa, y la de su peso en el agua, que dará el porcentaje de ley de pureza. Si el oro proviene del río es probable que dé una ley .980, que es casi perfecta, y los tasadores conocen por experiencia el valor aproximado de cada mina o veta de mina: el metal proveniente de la de Venezuela dará una tasa de cercana a .780.

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…mientras que los hombres que luchaban contra el dios caían sin vida en tantas cantidades como las gotas de agua en una tarde diluviada, las mujeres corrían con sus pequeños hijos, ellas guiaban a los niños a quienes les ordenaban que tomasen formas de animales para internarse en el bosque, los niños huían en medio de la confusión convertidos en animales entre lagartijas, serpientes, picures, y algunos de ellos se convirtieron en aves; en cambio, las mujeres se convertían en animales más grandes, con la intención de proteger a los niños, algunas de ellas tomaron la forma de venados o dantas, mientras que las más fuertes entre ellas se convertían en tigres, tigrillos y en pumas… muchas de las personas que no lograron huir al monte, se convirtieron en árboles, sacrificando su humanidad para preservar la vida, estas personas tomaron esa forma y aún ahora viven en la selva. También por esto nosotros tratamos a la naturaleza con cuidado y sumo respeto para no herir a nuestros antepasados, nuestros familiares, y las personas que se hicieron parte de la naturaleza, aunque ya no tengan forma humana siguen vivos en nuestro territorio

 (De El Clan de la Gente Amarga Iwansü-ju, de la escritora puinave Heleniuda Gómez Martínez)

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Conseguir un gramo de oro puede ser una labor de semanas en la mina, o un muy poco probable golpe de suerte de un día. La labor, en la que juegan por igual el azar y la constancia, consiste en llevar la tierra a una especie de alfombra en declive con pilosidades, a la que se le aplican chorros de agua a presión, mientras se criba para que la fuerza de gravedad separe el metal de la tierra y de otras impurezas.

Oro en estado natural o cochano de 2 gramos. Foto de Fabio Castillo.

En ese momento aparecen los célebres cochanos, los granos de oro de hermosa forma y dimensión, y que es la expresión del metal antes de ser sometido a los procesos químicos que dejan al descubierto el preciado amarillo o rojo del metal comercial.

Al momento de escribir esta crónica, un gramo de oro puesto en Inírida de ley 980, si se tuviera una base de 212 mil, da un valor total de $207.760, lo que implica que cada raya tendría un valor de $20.776. En la ley más frecuente del oro proveniente de la mina en Venezuela, y sobre la misma base, el gramo de oro de ley 780, el gramo tendría un valor de $165.370 pesos, es decir que la raya equivaldría a $16.530.

Esa es la buena noticia. La mala, y siempre complementaria, es que una gaseosa de un litro y medio, que es el consumo habitual de un obrero en el calor agobiante de la boca de la mina, puede costar una raya. Y un almuerzo, un corrientazo, que allí significa caldo de pescado de río, patacón, arroz y porción del mismo pescado, cuesta mínimo tres rayas.

O sea que, mal contado, un día y noche pasados en la mina cribando tierra para buscar un cochano puede costar fácilmente $100 mil, y eso si logra conseguir un cambuche comunitario donde dormir. Por el calor apremiante de la montaña donde están las minas, y el uso abundante de agua que exige todo el proceso, son pocos los obreros que cumplen una jornada de trabajo de más de cinco o seis horas con el agua al cuello y con los pies ardidos por los bichos que se nutren de sus microorganismos. Y, desde luego, sin olvidar la maldición de la selva tropical, la malaria.

Esa es la vida del minero, pero hay otro escalón anterior, el del operario de la máquina que extrae la tierra en el socavón. Son dos niveles jerárquicos en el trabajo cotidiano de la mina: en el superior está el dueño u operario de la máquina amarilla, que es una excavadora que remueve la tierra, la arroja en una pila, donde la lavan con chorros de agua a extrema presión movidos por un motor y extraen el oro mediante un desnivel de repisas sucesivas taponadas en alfombra, donde se van recogiendo las pepas de oro. Ese operario vive el día entre el agua y el barro, por lo que generalmente desarrollan una enfermedad de crecimiento desmesurado de sus pies, que allí conocen como “pies de elefante”: lo gráfico del nombre exime de un mayor esfuerzo descriptivo.

Es la tierra lavada que sale de esa pila y se desborda por la montaña, la que se les permite pueden explorar los mineros para pescar las pequeñas pepas del metal que se le han podido escapar a la máquina de alfombra, y de donde derivan su sustento.

Las máquinas por lo general son de propiedad de las organizaciones armadas que, más o menos de manera discreta, controlan el negocio de la mina: reductos de la guerrilla de las llamadas Farc, que nunca se desmovilizaron y ahora han vuelto a cobrar fuerza con sus propios recursos; una columna de la guerrilla del Eln, que entró a copar espacios dejados por la desmovilización de las Farc, y que el Estado colombiano nunca tuvo la intención o el deseo de llenar, y otra porción de los paramilitares “desmovilizados”, por lo general amparados por efectivos de la venezolana Guardia Civil, que también se lucran del mismo negocio de explotación de la mina.

El propietario de la máquina amarilla paga un impuesto fijo en gramos sobre libra de oro recuperada. El operario a su vez paga un impuesto sobre la porción de oro que le reconocen por la operación de la máquina El minero que se rebusca en la tierra lavada difícilmente paga por las rayas que consiga en el mes.

Los nombres de los actores en el ábside de la pirámide son eludidos por todo entrevistado, pero desde 2019 se menciona un nombre, el de Alex Bonito, o Alejandro Pretty, según el grado de confianza que le tengan, como el gran articulador del poder local y por tanto el gran recaudador de impuestos –en beneficio propio. Se trata del comandante del grupo de la guerrilla del Eln que llegó a copar la zona, y que mantiene dominado a los otros actores irregulares del comercio del oro en esa región fronteriza. Su nombre incluso figura en este extenso estudio del International Crisis Group, un muy bien reputado centro de análisis de riesgo: https://www.crisisgroup.org/es/latin-america-caribbean/andes/venezuela/073-gold-and-grief-venezuelas-violent-south

Impuesto

En esa deténte tercermundista de todos los bandos en conflicto en la zona se desenvuelve quien aspira a sacar un gramo de oro de la mina de la montaña de Yapacana.   

¿Entonces será mejor ser comerciante que minero? Vamos por partes, como aseguran decía Jack el Destripador: para llevar una paca de gaseosa a la mina se debe contratar una lancha cuyo propietario tenga convenio con los capitanes o jefes de las comunidades que habitan la ribera del río, o los nativos no lo dejarán pasar. Y, al momento de nuestra visita, son 63 puntos de peaje. Y en cada uno de ellos hay que pagar un valor a convenir con la comunidad.

Subsisten en medio del riesgo diario. Foto de Sebastiao Salgado Garimperos.

Quien desea llevar provisiones a la mina debe empezar por definir a qué barco le encarga su encomienda, porque lo más probable es que el comerciante la entregue en el puerto al marinero, y al día siguiente lo llamen para decirle que se la han robado en la noche. O que la nave parta, y nunca más se sepa de ella, porque al capitán le pareció mejor negocio desaparecer con lancha y cargamento, que enfrentar las vicisitudes del camino. O también puede pasar que el capitán sea otra clase de avivato, y no tenga convenio con alguno de los puntos de las comunidades ribereñas. Al pasar por su puerto, los indígenas lo obligarán a amarrar en el muelle, y si no concuerda un precio pronto, no lo dejarán salir en días o hasta semanas, como ha ocurrido muchas veces. Y todas las provisiones tienen fecha de vencimiento, así que podría entregarlas vencidas cuando llegue a la mina, y no serán más que dinero dilapidado en el trayecto.

Nada ni nadie lo tiene fácil en el espejismo dorado de Guainía.

Un extraño matriarcado

Como la mayoría de las actividades en el Guainía, la de estibadores también es una actividad principalmente desarrollada por mujeres. Cuando uno llega a la ciudad se hace evidente el influjo machista de todas las actividades, pero tan pronto se necesita ultimar un negocio o un acuerdo y se busca a quien toma las decisiones –la venta, la reparación, el alquiler, el canje, lo que sea- lo remiten a uno a que hable con una mujer. Un machismo dominado por un matriarcado, digamos.

Explicaciones hay varias, pero las mismas mujeres confían en una respuesta: los hombres no son de fiar por la pusana. El origen de la palabra es tan incierto como casi todas las afirmaciones contundentes que se hacen en Guainía. En la versión más extendida un gringo de dos metros llegó a visitar Inírida, y conoció a una nativa, quien le dio un brebaje, a base de yerbas sagradas, que son a un mismo tiempo la llave del amor eterno y un poderoso afrodisiaco: una especie de sildenafil que causa dependencia, para entendernos.

A la vuelta de un par de meses se podía ver caminando al gringo de dos metros por la Avenida de Los Fundadores siguiendo los pasos de la indígena de metro y medio, cuerpo armonioso y sonrisa a flor de labios, que apenas lo determinaba cuando necesitaba lo básico, pagar por algo que acababa de comprar. Le había dado pusana, concluyen los locales con gravedad de entendidos.

La otra versión, de texto, es que esa experiencia la vivió la misma princesa Inírida, y que una dosis mal administrada de pusana desembocó en la locura. Tal vez por eso “con la pusana no se juega para alimentar los sentimientos de una persona porque ella es como el fuego, si no se emplea con juicio y conocimientos, quema”.

Para efectos del argumento, lo cierto es que en Inírida a los hombres no les confían el dinero ni los negocios, porque el efecto pusana los hace vulnerables y poco confiables. Las riendas tienen siempre nombre de mujer.

        (Próxima entrega: Las rutas del oro)

***Fin de la Primera Entrega

* Fabio Castillo es periodista y autor de la trilogía Los Jinetes de la Cocaína, La Coca Nostra y Los Nuevos Jinetes de la Cocaína. Creó y dirigió el equipo de investigación del diario El Espectador de Bogotá, desde 1980 hasta 2002. Es Reuter Fellow de la Universidad de Oxford y Gad Gross Fellow del Comité para la Protección de Periodistas de Nueva York. Le fue otorgado el Lilly Hellman-Dashiell Hammett Grant de The Human Right Watch de Washington.