La Divina Comedia

Beatriz, hermosa y lejana a la vez, plena en el recuerdo, Beatriz de colores, de árboles, de fábulas, Beatriz, cumbre del amor, Beatriz, metáfora sublime que deslumbra…JPH.

Desde los ojos de Beatriz…

Dante, Florencia, 14 de mayo de 1265, Rávena, 14 de septiembre de 1321

por Juan Pabón Hernández (*)

 «La literatura es suprema en el arte de imaginar, o de contar sueños, un soporte maravilloso»

La Divina Comedia convirtió a Dante en patrimonio de la humanidad: siendo él mismo protagonista, acompañado de Virgilio, ingresa en el más allá para adentrarse en los círculos del infierno y, luego, en el Purgatorio y el Paraíso. Es la experiencia de un ser vivo en el reino de la muerte. La inspiración es profundamente religiosa, sembrada en su inmensa fe. (Dante lo llamó “Poema Sacro”). El recurso mitológico es el atractivo del poema. Virgilio representa la racionalidad, la madurez, la alta esfera de pensamiento, es el maestro de los poetas, el ideal de la razón, el pionero de la poesía humanista. Y Beatriz, el símbolo del amor, lo conducirá por el Paraíso, en un esplendor de la metáfora.

La obra contiene una introducción y tres dimensiones de treinta y tres cantos cada una, lo cual suma cien cantos. Una interesante secuencia de numerología, al estilo Pitagórico: 3: La Perfección Divina y la Santísima Trinidad. 4: Cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego. 7: Símbolo de la cabalidad y los 7 pecados capitales. 9: Símbolo de la Sabiduría y la búsqueda del Sumo Bien. 100: Símbolo de la Perfección.

El encuentro con Virgilio es emocionante:

¿Eres tú aquel Virgilio y esa fuente

de quien brota el caudal de la elocuencia?

le respondí con vergonzosa frente.

De los poetas el honor y la ciencia,

válgame el largo estudio y gran amor

con que busqué en tu libro la sapiencia.

Eres tú mi maestro, tú mi autor:

eres tú solo aquel del que he tomado

el bello estilo que me diera honor.

Te conviene emprender distinto viaje,

me respondió mirando que lloraba…”

EL INFIERNO

“Como las florecillas se alzan cuando

las enjalbega el sol, tras el nocturno

hielo que las cerró y las fue inclinando,

tal hice con mi espíritu soturno”

¿Eres tú aquel Virgilio y esa fuente

de quien brota el caudal de la elocuencia?

le respondí con vergonzosa frente.

De los poetas el honor y la ciencia,

válgame el largo estudio y gran amor

con que busqué en tu libro la sapiencia.

Eres tú mi maestro, tú mi autor:

eres tú solo aquel del que he tomado

el bello estilo que me diera honor.

Te conviene emprender distinto viaje,

me respondió mirando que lloraba…”

EL INFIERNO

“Como las florecillas se alzan cuando

las enjalbega el sol, tras el nocturno

hielo que las cerró y las fue inclinando,

tal hice con mi espíritu soturno”

La literatura es suprema en el arte de imaginar, o de contar sueños, un soporte maravilloso. Dante, con su maestro, va a ingresar al infierno, en la barca de Caronte, el barquero que transporta las almas por el río Aqueronte:

“vengo para pasaros diligente

a las tinieblas del calor y el hielo”.

En el umbral, observa conmovido el mensaje de ingreso: “perded toda esperanza al traspasarme”. Virgilio lo anima:

“Es bueno que el temor sea aquí dejado

 y aquí la cobardía quede muerta.

Al lugar que te dije hemos llegado

donde verás las gentes dolorosas

que sin el bien del alma se han quedado”.

Comienza su viaje tenebroso, invoca las musas, su sensibilidad se conduele ante el horror de las almas gimiendo, suspirando y llorando: ve a los indiferentes, a los no bautizados, los justos que murieron antes de Jesucristo, a los sabios, a Homero, a Aristóteles “a quien concilia todo el saber en sí”, Platón, Diógenes, Ovidio, Horacio, Séneca (cumbre de la serenidad), Eneas, en fin, toda una academia de sabiduría.

El infierno es una especie de cono invertido y, al descender, cada círculo es más estrecho. Dante sigue, con su maestro, ve a Helena y a Paris, a Aquiles, a la bella Cleopatra, a Dido (suicida en las cenizas del amor por Eneas).

“Bajé desde el primero hasta el segundo

círculo, que menor trecho ceñía

más dolor, que me apiada, más profundo”.

En el tercero encuentra a Cerbero, perro guardián de los infiernos, con tres cabezas y una serpiente por cola “que ensordece a las almas que ser sordas querrían”. Es un círculo terrible, allí están los ambiciosos, Pluto, el dios de la riqueza y los glotones.

“nieve, agua sucia y nieve granizada

caen por el aire tenebrosamente”

En el círculo cuarto, ve almas que chocan entre sí, desesperadas, se enfrentan, disputan un pequeño cerco que se le dio a cada una: son los avaros. Virgilio dice:

“El corto aliento, hijo aquí estás viendo

del bien que se confía a la fortuna,

por el que están los hombres compitiendo…”

En su andar se aproximan a la laguna Estigia, el pantano que rodea la morada del diablo, aquella que una vez fue un río, hija de Océano y Tetis.

Otros círculos infernales

En el círculo quinto ven a los iracundos, orgullosos, quienes desprecian al prójimo. (El orgullo y la altanería son malditos). Ven la ciudad de Dite, el Lucifer de Virgilio en La Eneida: “Hijo querido, ya la ciudad de Dite con su gente grave se ve…”. Allí le muestra el espanto de las almas que ruegan compasión.

“Esa alma en el mundo fue orgullosa,

mas no hay bondad que ensalce su memoria…”

Merodean las furias, Las Erinias, que persiguen a los hombres por sus crímenes que no han sido vengados, hasta enloquecerlos, como a Orestes. Y Medusa, una de las Gorgonas, con cabellos de serpientes, que convertía en piedra a quien la miraba de frente. Llegan al círculo sexto, al de los herejes, a quienes “al alma con el cuerpo dan por muerta”. Y en el séptimo hallan a los tiranos:

“Son tiranos y sangre y robo fueron su consejo;

llorando están sus hechos inhumanos…”

Y a los suicidas, por quienes Dante siente piedad, almas que el poeta describe como ramas del tronco desunidas. Rompe una ramita y el tronco grita:

“¿Por qué me hieres? ¿Por qué me estás rompiendo?

¿No hay piedad en tu espíritu mezquino?

Hombres fuimos y leña estamos siendo…”

En este círculo Dante se refiere a la leyenda de Aracne, una notable tejedora que desafió a Atenea y le ganó con su tela; Atenea destruyó su obra y Aracne intentó ahorcarse, pero la diosa la salvó y la convirtió en araña. También a los sodomitas, los que cometen delitos sexuales contra la naturaleza, a los que se separan de la moderación y el equilibrio y se entregan a la lujuria. Y están los usureros:

“Lo mismo que los perros se portaban,

que, con pata y hocico, al ser mordidos,

con tábanos y pulgas guerra traban”.

Ingresan al círculo octavo, denso en almas: rufianes, ladrones, seductores y aduladores. Una de ellas dice:

“Aquí me hundió mi lengua malhadada

nunca harta de palabras lisonjeras”.

Hallan a los comerciantes de objetos sagrados, a los adivinos, como Tiresias, – en Edipo y Antígona-, o Calcante, augur en la época de Troya. Pero el infierno se ensaña en los hipócritas e intrigantes:

“Gente pintada vimos y llorosa

que en torno iba, despacio caminando,

con la cara cansada y pesarosa.

Una capa cada uno iba arrastrando

cuyo capucho ante los ojos baja

los cluniacenses mantos imitando.

Brillan por fuera cual dorada alhaja,

Mas dentro son de plomo y pesan tanto…”

Caína, el final del infierno.

El maestro y su alumno están por llegar al círculo noveno, en el pozo de los gigantes. Dante se refiere a la fascinante leyenda fascinante de Aquiles y su hijo Peleo, quienes poseían una lanza que podía curar las heridas provocadas por ella misma. Tal vez la refiere para dar paso a su encuentro con los gigantes:

“Mi mano tomó luego cariñoso

y antes, dijo, que mucho te adelantes,

no te sorprenda el hecho prodigioso,

porque torres no son, que son gigantes,

y del ombligo abajo están hundidos

del pozo en los escollos circundantes”.

Y encuentran más soberbios; Dante insiste en que la soberbia es un gran pecado y merece condena atroz. Hallan a Nemrod, un orgulloso que, habiendo sido fundador de Babilonia, por soberbia, intentó construir la Torre de Babel, para llegar al cielo.

Ingresan a Caína, la primera división de este aterrador círculo, el final del infierno, el recinto de los traidores a su familia, a su patria, a sus ideales, a quienes ubica Dante en Antenora, cuyo nombre se origina en la traición de Antenor, el troyano que abrió las puertas del caballo de madera para que los griegos tomaran Troya.

La tercera división de Caína es Tolomea, donde se guardan los traidores a sus amigos, pecado gravísimo para Dante: no podían llorar, deseándolo intensamente:

“Allí el llanto llorar no consentía

porque los ojos le negaban paso

y, aumentando el dolor, retrocedía,

un alma dijo: ¡levantadme los cristales

para que mi dolor salida tenga

antes que forme el llanto otros iguales”.

Arriban a Judea (por Judas, traidor) para culminar su recorrido por el infierno. Son recibidos por un fuerte viento que les anuncia a Lucifer, o Dite. Hay más traidores, Bruto y Casio, perjuros a una amistad de César, a quien traicionaron con la mayor lesión al concepto de amistad, narrada magistralmente por Shakespeare, en Julio César, cuando César, con el puñal de Bruto en el corazón, lo mira desconsolado y le dice: “¿Tú también, Bruto?” El maestro, conmovido con la ansiedad de Dante, le dice:

“Mira a Dite (Lucifer); es el momento

de que tu alma de valor se arme”.

Para Dante fue el horror, una completa desazón:

“Cuál me quedé de frío y sin aliento,

no preguntes, lector, ni yo lo escribo,

ni lo puede expresar ningún acento.

No me moría ni seguía vivo…”

El poeta conduce a su alumno a la salida, a ver las estrellas por una especie de túnel que les permitirá salir de aquel infierno del infierno…

EL PURGATORIO

“La barca de mi ingenio, por mejores

aguas surcar, sus velas iza ahora

y deja tras de sí mar de dolores…”

Los viajeros van tras la libertad, seguros de hallarla en el cultivo de la humildad (una cuerda que conduce a la armonía interior), llaman a las musas, ven las estrellas que son las virtudes: fortaleza, templanza, prudencia y justicia. En El Purgatorio hay playas, mar, montes, y un ambiente de liberación, con la sombra del amor rondando por la conciencia de las almas, para dotarlas de paciencia y esperanza. El poeta insiste en la dignidad, la cordura y la razón, como simientes de la verdad personal:

“Mi mente, que estrechaba la torpeza,

ensanchó el pensamiento, deseosa,

y contemplé aquel monte, que se alzaba…”

Es un contexto de oración, de fe en que la mística y el fervor de los vivos contribuirán a que, pronto, las almas del purgatorio verán reducidas sus condenas.

“Cuando a ti te parezca ya tan suave

que por ella tu andar sea tan ligero

como ir con la corriente en una nave,

te encontrarás al fin de este sendero:

reparo a tus afanes allí espera”.

Están los muertos con violencia, los excomulgados, los indolentes, anhelando la salvación; se escuchan lamentos, tristeza y Virgilio expresa a una de las almas:

“Yo soy Virgilio. Fue la culpa mía no tener fe; por ella perdí el cielo”.

En un sueño de libertad se oyen cantos, himnos, salves, oraciones, alabanzas, una sensación de avanzar con plenitud: “porque el velo es tan sutil, que al traspasarlo te será ligero”. Y plantea la penitencia en tres escalas: examen de conciencia, contrición y penitencia, en un recogimiento íntimo. Están los orgullosos y envidiosos, lacerados con azotes de amor, con los ojos cosidos, instigados a limpiar su culpa:

“¡Oh soberbios cristianos, desgraciados,

que, enfermos de la vista de la mente,

confiáis en los pasos atrás dados,

¿No veis que somos larvas solamente

hechas para formar la mariposa

angélica, que a Dios mira de frente?”.

Despedida de Virgilio.

A los orgullosos, soberbios, egoístas y envidiosos, hace Dante una reflexión en torno a la amistad: Condenado Orestes por la muerte de Egisto, Pílades se hizo pasar por él; a los verdugos respondieron al unísono: “Yo soy Orestes”.

La envidia es un mal terrible, una humillante condición emocional. Dante le dio características de pecado inmenso: “Que amor de todo bien es la simiente, y de todo lo digno de reato”. (obligación de expiar la culpa del pecado).

Hay avaros y traidores, presos de pies y manos, llorando su pena; cuenta dos relatos: el de san Nicolás de Patra, que evitó la prostitución de las hijas de un hombre pobre y el de Craso, a quien su verdugo Hirodes torturaba derramando oro derretido en su boca, para que lo saboreara. En otro canto se refiere a la avaricia así: “A qué obligas tú a los mortales, maldita hambre de oro”.

Dante es consciente de que la compañía de Virgilio está culminando. Siente nostalgia una de redención cuando pasan por el árbol del bien y del mal, de Jesús, de la misión de la humanidad por alcanzar la luz. Experimenta los últimos sueños en el purgatorio: procesiones, símbolos de la fe, alegorías, como la del río Leteo, en el cual cuando se bebe se olvidan las culpas, los siete candelabros -dones del Espíritu Santo-, o las formas teológicas en ejemplos cotidianos, para hacerlo pensar en las bienaventuranzas. Además, lo reta a inspirarse en mayores elucubraciones para plasmar voces de esperanza para los seres que aún deambulan por este peregrinaje de mortales. Es tierno Virgilio con Dante, se ha acostumbrado a su sensibilidad; se muestra conmovido al despedirse y con amor paterno le dice:

“te he conducido con ingenio y arte;

desde aquí, tu deseo te conduce:

de escarpas y estrechez logré sacarte.

Contempla al sol que frente a ti reluce,

de hierba, flor y arbustos los destellos

ve, que la tierra de por sí produce.

Ya mi tutela no andarás buscando:

libre es tu arbitrio, y sana tu persona,

y por eso te doy mitra y corona.

Lo prepara para ver a Beatriz, hermosa y lejana, a la vez, plena en su recuerdo. Beatriz de colores, de árboles, protagonista de los mejores relatos y, sobre todo, cumbre del amor; Beatriz como la metáfora sublime que deslumbra su alma, Beatriz, como la ilusión de ser, desde ahora, un humano en ascenso a la divinidad.

“Luego volví de la sagrada onda

tan renovado cual las plantas bellas

que se renuevan con su nueva fronda,

puro y pronto a subir a las estrellas”.

EL PARAÍSO, LOS OJOS DE BEATRIZ

La visita de Dante al Paraíso, es sublime y la concepción de felicidad que allí se experimenta, inefable. El cielo se caracteriza por una serie de círculos que culmina en El Empíreo, el cielo que envuelve a los demás.

Dante inicia el recorrido acompañado de su dama, como denomina a Beatriz, quien habrá de conducirlo por los senderos celestes: se siente en estado de divinidad, en condiciones angelicales.

Es la región de la sabiduría, de la espiritualidad, de la interpretación de la simbología cristiana, del entendimiento claro del alma, de la luz. Se asemeja al mundo ideal de Platón y a su teoría de la transmigración de las almas, mediante la cual se hallan en las estrellas y después de reencarnadas, con la muerte, regresan a su sito. Es recinto de santos, de beatitud plena, de la sensación regocijante de la pureza de los espacios, sin tiempo, ni otras limitaciones. Cuando van al segundo cielo, dice:

“Vi a mi dama de dicha tan repleta

cuando aquietó aquel cielo nuestra prisa,

y si el cambio en la estrella una sonrisa

despertó, ¡qué no haría mi natura…”

Dante observa personajes de todas clases y condiciones, como Justiniano, el autor del Corpus Iuris Civilis, eje de la doctrina jurídica, o los santos, con la huella de Dios sembrada en la esperanza constante depositada en su rostro. El Paraíso posee una arquitectura genial, la sensación permanente de estar en presencia de Dios, ante lo creado por Él sin restricciones, ni argumentos distintos al de llegar al sueño mayor del ser humano, de estar al lado de la divinidad.

“Allí, con la alegría el brillo crece

como la risa aquí; y abajo vela

la sombra al que en su mente se entristece…

Aquí se goza, y nadie se arrepiente,

no del yerro, que al juicio no retorna

más del valor que ordena providente.

Aquí se admira al arte que se adorna

con tal efecto, y a saber se viene

porqué el mundo de arriba al bajo torna”.

Es magistral la densidad de las explicaciones acerca de la filosofía, la astronomía, la astrología, de todo, que se dan, como consecuencia directa del influjo de los sabios que pasean, Santo Tomás de Aquino, San Alberto Magno, San Agustín, Santo Domingo de Guzmán, ejemplo de santidad, o Boecio, con la Consolación de la Filosofía, y filósofos que proponen interpretaciones intelectuales a los enigmas. Es una invitación a los mortales para que se preparen a asumir una existencia plena de fe y de valores, para que se dé su luz, aquella que les permita ver a Dios:

“por lo que nos dará mayor corona

de luz gratuita el sumo bien, que tiene

la luz que para verle condiciona”.

Es el reino del Espíritu Santo, del esplendor de la belleza, de los ojos de Beatriz- “los vivos sellos”-, de la cruz y el sentimiento de vida y redención, de las páginas blancas de Dios, del amor inmenso del Verbo, la Justicia, la Piedad, los Infinitos, la Fe, la Esperanza y la Caridad.

“Ya al rostro de mi dama había vuelto

los ojos, y con ellos mi alma entera,

y de todo otro intento estaba absuelto”.

EL PARAÍSO

Beatriz, guía celestial, recorre con él las casas de los planetas –astrología-, lo involucra en las extensiones divinas en las cuales se halla la ilusión mayor del Ser.

“¿No ves, dijo, que te hallas en el cielo?

¿Y no sabes que todo el cielo es santo

y cuanto ocurre en él lo hace el buen celo?”.

Es el reino del tiempo, donde los recuerdos no se extinguen, del esplendor de la luz que rompe la oscuridad, que corrige la incertidumbre y hace del triunfo del alma la más alta concepción de la esperanza cristiana. Es el reino de los universales, de la gloria eterna, de las estrellas que muestran al poeta su belleza hasta cegarlo por instantes. La metáfora en el paraíso se vuelve posible, nada impide a Dante mirar con ojos de iluminado las cosas, o las personas, o el infinito en el espacio y el tiempo. La filosofía se encumbra fascinante, hace que él vea el punto como origen de todo, un punto que identifica como Dios, al comprender la geometría y la magia de las progresiones matemáticas, sembradas en la astronomía: “De aquel punto depende el cielo y toda la natura”. Ve multitudes de ángeles con sus vestiduras blancas, y alas doradas -“Todos tenían la faz de llama viva y alas de oro, y el resto era tan blanco que la nieve a tal término no arriba”-, escucha sus coros celestiales y la hermosa música del universo.

“Fue el orden concreado y construido

con las sustancias; y ellas fueron cima

de aquel mundo en el que acto puro han sido;

pura potencia a lo inferior anima;

potencia y acto en medio, en lazo estrecho

atados, porque nunca se dirima.”

Va a asistir al espectáculo culminante de los bienaventurados, a quienes imagina en una rosa, iluminada por la luz de Dios:

“Si al último escalón inunda tanto

aquella luz, ¡cuál no será la anchura

de esta rosa en las hojas de su canto!”

El paraíso, abierto, pleno, en una visión entera de la eternidad, lo llena de mística:

“la forma general del paraíso

fue toda por mis ojos recorrida

sin detenerse en un lugar preciso…”

La sublime fantasía le permite estar con La Virgen, con Cristo, con el Arcángel Gabriel, con Pedro, con la Santísima Trinidad en los colores del arco iris – “la alta luz tres giros distinguía de tres colores y una continencia”-, con el principio de todo y la divinidad del silencio. Es la conmoción espiritual de su sueño:

“Esperanza es un aguardar cierto

de la gloria futura, que deriva.

Mil estrellas me muestran su misiva…”.

EPÍLOGO: Me acoge la ilusión de haber sembrado la inquietud por el estudio de la Divina Comedia. Desde mi escasez, aporté lo pertinente, más producto de la admiración que de mi capacidad exegética de una obra magna.

(*) El autor, Juan Pabón Hernández, cucuteño de toda la vida. Ex presidente de la Academia de Historia de Norte de Santander y poeta consagrado. Catedrático. Es editor de «Imágenes», revista dominical del Diario La Opinión de Cúcuta.