Adiós a doña Helena Baraya de Ospina

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

Doña Helena Baraya falleció ayer, diez de mayo, en Bogotá. Pero, ¿quién era ella?, se preguntará. Intentaré responder a continuación, si bien desde una perspectiva personal, escrita con el alma, como cuando desaparece un pariente cercano o un gran amigo.

Para empezar, fue la esposa de Mariano Ospina Hernández (1927-2018), el honorable miembro de la Asamblea Constituyente, a quien el país entero conoce de sobra por haber sido digno representante de la llamada Casa Ospina, cuya influencia en la política nacional fue notoria desde tiempos remotos, ejerciendo el liderazgo indiscutible del Partido Conservador Colombiano.

Era, además, una mujer distinguida, de nobles ancestros; culta, siempre cercana al mundo de la cultura, y amable, cordial, con esa simpatía que reflejaba en su rostro, su sonrisa permanente y sus ojos que parecen todavía estarnos viendo desde lejos, desde el más allá.

En mi caso, la recuerdo especialmente cuando, en compañía del doctor Mariano y su hijo Javier, me llevaron en España a hacer el camino de La Mancha, paseando por los alrededores de Madrid, donde nos topamos, con asombro, frente a extensos olivares, castillos antiguos y, sobre todo, el espectacular acueducto romano en Segovia.

Luego nos trasladamos a Toledo, donde se levantan, imponentes, el alcázar y la catedral, soberbias construcciones que no logran opacar siquiera a la obra cumbre de El Greco: El entierro del conde de Orgaz, exhibida en su pequeña capilla de adoración.

De doña Helenita -según solíamos llamarla- nos quedan, pues, esos gratos recuerdos y tantos otros que nos vuelven de nuevo a la sede de la Fundación Mariano Ospina Pérez -situada en el tradicional barrio de La Soledad-, la cual fue residencia del expresidente y doña Bertha (cuya temida columna El Tábano publicábamos cada semana en el diario La República, no sin antes permitirme hacerle algunos ajustes de estilo, sin perder nunca el recio carácter que la identificaba).

Allí, en la Fundación, conocimos a algunos de sus ilustres miembros, como el ex ministro Gabriel Betancur (padre de Íngrid); asistimos a importantes actos académicos, encabezados por su premio anual a obras que promueven el auténtico desarrollo agrícola del país, y departimos, en múltiples ocasiones, con Marianito, de quien muchos esperábamos que siguiera los pasos de tres de sus antepasados (Mariano Ospina Rodríguez, Pedro Nel Ospina y Mariano Ospina Pérez) para llegar a la Presidencia de la República.

Doña Helenita, en verdad, no abandonaba, ni por un momento, a su marido, aún sin estar presente. Le acompañaba, era cómplice de sus ambiciosos proyectos (como la red fluvial de Suramérica) y, por ende, cuando él se fue de su lado, asumió de inmediato la presidencia de la Fundación o, mejor, su dirección, de la cual dejaba constancia en las páginas virtuales de La Linterna Azul, un portal informativo y de análisis en internet.

Ahora, ella y él se han vuelto a reunir en el Cielo para hablar, una y otra vez, sobre la necesidad de sacar adelante al país, sin permitir que se hunda en el caos y la degradación moral, inspirados en la doctrina cristiana que los guió en su viaje por la Tierra y en su posterior salto a la eternidad, por los siglos de los siglos.

¡Adiós, doña Helenita! ¡A Dios!

(*) Exdirector del periódico “La República”