Guiomar Cuesta: ¡A bordo!

por Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

En este Día del Idioma rendimos un sentido homenaje a nuestras mujeres poetas, representadas por Guiomar Cuesta, quien convoca aquí, en crónica tomada de mi libro “Nuevas huellas en Academia de la Lengua” (Amazon, 2021), a todas sus colegas homónimas en la gran literatura.


¡A babor y a estribor!

En su posesión como Miembro de Número en la Academia Colombiana de la Lengua, la poeta Guiomar
Cuesta presentó su discurso de rigor sobre Las Guiomares en la literatura castellana, fruto de una densa
investigación realizada durante varios años a través de múltiples lecturas y viajes a lejanos países que
recorría también en su imaginación, como es usual entre los artistas.
En realidad, la exposición académica fue un paseo con mujeres homónimas, poseedoras de su mismo
nombre: Guiomar, el cual es más bien extraño entre nosotros, aunque bastante simple, de apenas dos
sílabas, y sin embargo sonoro, musical, poético y, por ende, con una vasta tradición literaria, nada menos que entre algunos de los máximos escritores de la lengua española.
En Antonio Machado, por ejemplo. Y en Cervantes, claro, igual que en Manrique y Góngora, Garcilaso de la Vega y Teresa de Ávila, entre muchos más cuyas Guiomares fueron desfilando, una tras otra, hacia un barco que habría de llevarlas al nuevo continente.
“¡Todas a babor! ¡Todas a estribor!”, era el llamado constante, repetido, de Guiomar Cuesta a sus
compañeras, desde el comienzo de la disertación.
¡Todas a bordo!, mejor dicho.

La capitana de Machado

El último en abandonar el barco, incluso en un naufragio, es el capitán. Aquí, en cambio, el capitán fue el
primero en subir, pero como todos los viajeros (tripulantes y pasajeros) eran mujeres, con el nombre común de Guiomar, se trataba de una capitana: Pilar de Valderrama, el gran amor tardío de Antonio Machado, a quien él dedicó sus Canciones a Guiomar, capítulo fundamental de sus Obras Completas.
La capitana del barco era, por tanto, la Guiomar de Machado, acaso por derecho propio. Al fin y al cabo
Guiomar Cuesta, la poeta y académica colombiana, fue bautizada como tal porque su padre, tras leer aquellas Canciones, decidió que su futura hija llevara ese nombre, como en efecto lo hizo.
Más aún, la primera disertación de nuestra Guiomar en la Academia de la Lengua, cuando hace varios años asumió como Miembro Correspondiente, fue un sentido homenaje a Machado “y a su Guiomar”, de quien algún crítico (mujer, por más señas) asegura que fue “el único amor de carne y hueso” del poeta, destacando en sus versos de cincuentón “su vena erótica sin inhibiciones”.
El mismo Machado, a su vez, declaraba: “No he tenido más amor que éste”, para rematar con una hermosa declaración romántica: “Mis otros amores sólo han sido sueños, a través de los cuales vislumbraba yo a la mujer real, la diosa”. Esta Guiomar alcanza, pues, proporciones divinas, sin dejar nunca de ser real, material, concreta, “de carne y hueso”.
Pilar de Valderrama, por su parte, se preguntaba en sus Memorias, sorprendida, cuál de sus dos nombres
perduraría: si el de pila (Pilar, como es obvio) o el de la poesía, si bien en su concepto era este último al que consideraba más suyo que el propio “porque figura -aclaraba- en esas tan bellas Canciones que casi parecen un sueño”, lejos de saber si tales poemas “se hicieron para Guiomar o Guiomar nació de esas Canciones”.
Así las cosas, nadie podía quitarle el título de capitana a ella, el supremo amor de Machado, cuyo grito aún resonaba en lo alto de la embarcación, con su orden perentoria: “¡Todas las Guiomares, a bordo!”.

Más damas literarias

En este viaje, Guiomar Cuesta “quiso ir más allá de la Guiomar de Antonio Machado”, investigando “cuáles
otras hacían parte de nuestra historia y de nuestra lengua”. De ahí que a continuación abordaran su barco (no El barco ebrio de Rimbaud, ni mucho menos) personajes salidos del mundo literario, de preclaros escritores y sus obras inmortales.
Fueron pasando, en su orden, “Doña Guiomar, la mujer de Jorge Manrique”, de quien por lo visto tomó su
nombre Machado, aunque no haya pruebas contundentes al respecto. Iba en silencio, cabizbaja,
meditabunda, como si repitiera en silencio las populares Coplas a la muerte de mi padre: Recuerde el alma dormida, /avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando.
Detrás suyo (aunque debía ir adelante, por razones históricas), la del Mio Cid, ni siquiera mencionada en el célebre Cantar, pero nacida en una novela ya centenaria: Guiomar y Sancho, donde el fiel escudero de Don Quijote figura como lugarteniente del Cid Campeador.
A las dos primeras siguieron, en un grupo apretado, varias Guiomares que han paseado a sus anchas por el romancero español, desde La trovadora, traída de la corte de Alfonso X, El Sabio, hasta La niña mora, de quien se enamoró el emperador Carlomagno, y la que se disfrazó de hombre en defensa de Granada al ser tomada la ciudad por los árabes, entre otras.
Aquí estaban, además, doña Guiomar de Ulloa, protectora de Teresa de Ávila (tan bien descrita en una
taquillera película sobre la santa), y la del primer amor de Garcilaso de la Vega, con quien ella tuvo un hijo, ¡siendo soltera!
La Guiomar de Cervantes, por último, cerraba el cortejo de las musas castellanas, al surgir de las páginas de una de sus Novelas ejemplares: “El celoso extremeño”, una esclava africana que se convirtió al cristianismo y pudo hablar portugués a la perfección.

Prendiendo motores

Antes de levar anclas, la mágica nave que habría de cruzar el mar fue recibiendo, con sus velas abiertas, a
más y más Guiomares literarias, fueran de España o América (verbigracia, en Nervo y Machado de Assis) o
de otras latitudes, como La polizona de Stefan Zweig en su biografía de Magallanes, disfrazada de marinero para dar la vuelta al mundo, o La poeta, oriunda de Portugal, quien “en algunas ocasiones -según revela Guiomar Cuesta-, con su rostro cubierto, se sienta conmigo a escribir en las madrugadas, a la luz de una vela”.
La capitana de Machado, a su vez, celebró el ingreso postrero de la Guiomar que fuera una de las mujeres
más cercanas a Ignacio de Loyola, la cual le imploró al Papa de entonces, al promover la fundación de una
Compañía de Jesús femenina, consagrarla sacerdotisa, a lo que el santo se opuso.
Y aplaudió, con entusiasmo, la llegada de dos antiguas maestras de la palabra: La escribana de
Mesopotamia, cuyo nombre apareció en el fondo del río Éufrates (que al parecer cruzaba el paraíso terrenal en los tiempos sin tiempo de la creación bíblica), inscrito en una tabla de arcilla de 3.200 años antes de Cristo, y la de Alejandría (hija de quien dirigiera la legendaria Biblioteca), también poeta, autora de “otro Cantar de los cantares” y cuya obra “colgó de la Nube”, transformándose en la estrella más brillante del Cinturón de Orión.
La Mascarona de proa del Mar Egeo, por su lado, entró como Pedro por su casa, quizás porque se creía, a
diferencia de las demás viajeras, digna de tomarse el barco y surcar las aguas en virtud de su título, cuando no por la tempestad que algún día venció en su travesía para convertirse en mujer valkiria.
O porque en los versos de su lejana colega colombiana, escritos en su honor, aparece en compañía de la
Guiomar de Góngora, sin nada de gongorismos, y de La noble princesa del reino africano de Buría, quien
terminó de esclava en América pero se rebeló con un grupo de los suyos en Venezuela, pagando
seguramente con su sangre.

Y cruzaron más y más Guiomares, como La santa judía, que murió en la hoguera por obra y gracia del Santo Oficio para purificar su alma o merecer su cuantiosa fortuna, y Bran, La negra, una de las pocas víctimas mortales de la Inquisición en Cartagena de Indias.
O Pentesilea, guía de las legendarias Amazonas, quien aún hoy se alza como reina sobre las gigantescas
olas formadas al penetrar el caudaloso río en el vientre del Océano Atlántico, donde todavía se escuchan las notas sublimes de La Súper Nova, Guiomar Novaes, seductora pianista brasileña que hace casi un siglo
conquistó las mejores salas de conciertos en Estados Unidos y Europa.


Buen viento y buena mar

¿Y dónde estaba -se preguntará- nuestra Guiomar Cuesta, La poeta colombiana? Ella, por lo visto, fue quien organizó el viaje, convocó a todas las Guiomares de la literatura e invitó finalmente a Machado para que viniera también a esta tierra, donde se reunirá con su amada:
Ven / Antonio Machado / con tu secreta herida / y viaja por América. / Ven y deja / esos campos de Castilla / y tus doradas encinas; / refúgiate en este trópico. / Descubrirás / tu nueva patria / bañada por tres océanos / y miles de guadarramas.
Prefirió, en consecuencia, seguir acá, con pluma en mano, asistiendo -según dijo en la disertación ante sus amigos académicos- “al deslumbrante momento en que el Creador invoca la Palabra y, con su lengua de picaflor, rescata el silencio” mientras cruza “un umbral de cítaras y de la página en blanco, de donde se
desprende la huella digital de Dios, o sea, el poema”.
El barco de su imaginación siempre llegará a buen puerto.


(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua