por Juan Pabón Hernández (*)
La música camina junto a nosotros, circular, con ojos bonitos y trenzas, con flores en las manos, con versos marineros, con la cadencia fascinante de los caracoles y una ternura azul sostenida por el viento.
Y lo hace sigilosa, en instantes místicos, inspiradores, para imaginar la belleza como un girasol de la esperanza, una sonata saliendo del piano, o la risa tierna de un canario contando a la aurora sus sueños.
O colorea la añoranza de los tiempos buenos, rasga las horas con cuerdas de guitarra árabe o tiembla con la lentitud de un violín, para acoger los sonidos que quieren estar ahí (en la música), todos a la vez, en su refugio ideal.
Y nos enseña cómo encender el fuego en el leño para hacer crujir la madera, hasta que su disco rojo gire en chispas de trueno, o se torne ceniza aplacada, para adormecer una ausencia en un aria de ópera.
La música es tan sublime como una lejanía por descubrir o una emoción cercana que profetiza la serenidad y equilibra en el alma los sentimientos contrarios, la alegría o la tristeza, el amor o el desengaño, el vacío o el todo, en fin…
Hablo de Euterpe, la musa hermosa, la que se sienta a bordar mientras narra al corazón fábulas, magias irresistibles, con esa dadivosa intención de convocar los duendes para transferirnos el sosiego lento de la paz.
Si la humanidad arraiga -otra vez- la hondura de la música clásica en su espíritu, la majestuosidad de su arte sabrá orientarla, sabiamente, para calmar las tempestades que la ahogan, o consolarla, al menos.
(*) El autor, Juan Pabón Hernández, cucuteño de toda la vida. Ex presidente de la Academia de Historia de Norte de Santander y poeta consagrado. Catedrático. Es editor de «Imágenes», revista dominical del Diario La Opinión, de Cúcuta.