por Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
Sí, Gustavo Petro ha estado casi toda su vida pública en oposición al gobierno de turno. Pero, éste no es el caso. No. De lo que ahora se trata es ver cómo él pasará, en contados días, de ser opositor, férreo y temido, a ser gobierno, fungiendo nada menos que como presidente de la república o jefe del Estado, que no es poca cosa.
Para empezar, como nuestro régimen político es presidencial, a semejanza de Estados Unidos (aunque allá tienen un sistema federal, no centralista como el nuestro), el poder del presidente es de Dios y Señor mío. “Por momentos llega a ser dictatorial”, nos decía en sus clases el ex canciller Alfredo Vásquez Carrizosa, quien escribió un libro al respecto.
No es de extrañar, entonces, que incluso algunos de sus más exaltados críticos de antes, quienes lo eran hasta la reciente campaña electoral, hoy le tiendan la mano y abracen, aplaudan y apoyen, dispuestos a servirle, a colaborarle en la ejecución de su programa y cosas por el estilo. “¡Viva el cambio!”, parece escucharse en los círculos palaciegos y sus alrededores, empezando por el capitolio nacional, sede del Congreso.
Pero, ¿cómo reaccionará, ya con gobierno a disposición, el nuevo presidente de los colombianos? Cabe suponer que asumirá a cabalidad su rol, como le corresponde. Se le ve muy seguro, tranquilo, con mayor razón cuando logró formar, en torno a su partido, mayorías parlamentarias que se han convertido en una verdadera aplanadora, como si nadie se atreviera, con excepción del Centro Democrático de Uribe, a irse en contra de las órdenes oficiales, por contrarias que sean a principios de vieja data, sean conservadores o liberales.
Fue lo que todos vimos en el pupitrazo limpio al Acuerdo de Escazú, negándose a escuchar siquiera a los gremios interesados.
¿Hasta cuándo, sin embargo, le durará a Petro la luna de miel que todos los gobernantes, sin excepción, gozan en los primeros días de sus mandatos? Difícil saberlo.
Por lo pronto, es probable que surjan los conflictos, aún al interior del partido de gobierno (pensemos en la continua voz disidente de Gustavo Bolívar o en la llamada primera línea, lanzada más a la izquierda) y, sobre todo, entre los aliados de última hora, especialmente cuando vean que su sacrificio no está bien recompensado en términos, claro está, de puestos burocráticos y contratos. La mermelada, en fin, no alcanzará a satisfacer el apetito de muchos.
Recuérdese, a propósito, que los tales gobiernos de unión o unidad nacional no han corrido con la mejor suerte. El de Ospina Pérez, por ejemplo, se rompió en pedazos desde antes del asesinato de Gaitán, cuando el caudillo encabezaba la oposición en manifestaciones como la del silencio en Bogotá, la cual se cerró con una página tan incendiaria como las antorchas que los manifestantes portaban.
El palo, además, no está para cucharas. La situación fiscal del país es crítica; los índices de pobreza están por las nubes, igual que el desempleo, y, para colmo de males, la inflación se ha encargado de recortar, y de qué manera, los escasos ingresos de las mayorías populares.
Entretanto, crecen los temores por las futuras reformas tributaria y pensional; por los cambios de fondo al sistema de salud, como siempre en cuidados intensivos, y el malestar ciudadano empieza a expresarse, siendo previsible que aumenten a medida que las altas expectativas generadas en la campaña electoral, con promesas populistas, se traduzcan en decepción, como ha ocurrido bastante a lo largo de nuestra historia.
Y no olvidemos otra cosa: la experiencia administrativa de Petro es limitada. No es su fuerte, mejor dicho. Su único paso en tal sentido, por el sector público, fue en la alcaldía de Bogotá, donde no le fue muy bien que digamos. Más que administrador, él es economista, pero formado en la escuela marxista de los años 60 y 70, cuyas consignas ha repetido con insistencia, lejos de modificarlas en forma significativa.
No obstante, aquí entra el segundo aspecto citado al principio: como jefe del Estado, dada su visión ideológica de izquierda, él verá la solución de todos los problemas en el Estado mismo, cuyo enorme tamaño, acrecentado seguramente por sus políticas, tornará muy difícil su manejo, frenando los cambios deseados, en medio de su ineficiencia característica.
¿Será que Petro, en tales circunstancias, tendrá éxito en su gestión, aunque carezca de las condiciones debidas para serlo? ¿O su equipo de trabajo será la tabla de salvación, según enseñan las modernas teorías administrativas, poniendo a prueba su liderazgo? ¿O el posterior desplome es inevitable, cuando la oposición, que él ejerció con máximo rigor, se termine volviendo contra su gobierno?
Amanecerá y veremos.
(*) Ex director del diario “La República”. Magister en Ciencia Politica y en Economía de la Universidad Javeriana