Quindío: Tierra de dioses

Foto, Valle de Cocora

por Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

Este 14 de octubre Armenia, la capital del Quindío, está celebrando un aniversario más de su fundación en 1889. Está de cumpleaños, mejor dicho. Es oportuno, entonces, hablar hoy de su departamento, convertido ya en uno de los centros turísticos más atractivos de Colombia y el mundo por su paisaje cultural cafetero, declarado Patrimonio mundial de la humanidad en la Unesco.

A continuación, reproduzco la crónica respectiva de mi libro “Turismo cultural por Colombia”, recién publicado en Amazon.

“Esto es el paraíso”

Al amanecer, hacia las cinco de la mañana, usted se despierta entre cantos de pájaros, cuyo concierto musical parece ir in crescendo a medida que sale el sol entre las empinadas montañas.

En ese momento, reconoce que ha vuelto a su estado natural, sintiéndose otra vez parte de la naturaleza, lejos de la ciudad y sus ruidos ensordecedores: pitos de carros, bullicio en las calles, gritos de vendedores que acosan por todos lados, desde sus almacenes hasta nuestros teléfonos celulares…

Está, sí señor, en el Quindío, en pleno Eje Cafetero, en el centro de Colombia, frente a la Cordillera de los Andes que viene serpenteando desde el sur del continente, y cerca, muy cerca, del Parque Natural de Los Nevados, donde se levantan las nieves perpetuas de El Cisne, Santa Isabel, Quindío, Tolima y el tristemente famoso Ruiz, cuya erupción volcánica arrasó en 1985 con el municipio de Armero y la mayor parte de su población, estimada en treinta mil habitantes.

“Esto es el paraíso”, pensará usted mientras pasea su vista por las múltiples tonalidades de verde en palmeras, pencas (propias de zonas desérticas, que viven a sus anchas en el trópico), matas de plátano en medio de cafetales, árboles de guayabo y aguacate, crotos y yarumos, helechos milenarios y hasta un caracolí gigantesco, con cerca de dos siglos a cuestas, que los turistas abrazan para recibir su energía.

Es un paraíso terrenal, sin duda. Que en un abrir y cerrar de ojos se empieza a recorrer con el deslumbramiento de quien acaba de descubrir el mundo: allí, azulejos y petirrojos; más allá, mieleros y mirlas; en el tronco de un árbol, el golpeteo constante del pájaro carpintero, y, escondido entre las ramas, un barranquero, símbolo regional que hace sus nidos en los barrancos, con su pico tan largo como la cola, cubierto por los variados tonos de azul claro y oscuro en el plumaje.

Al borde del camino, flores multicolores que se abren a su paso: heliconias, que son de exportación, con el ave del paraíso y el bastón del emperador entre las más seductoras, junto a cayenas y bromelias, confundidas con decenas de orquídeas, la flor nacional.

Como si fuera poco, animales en serie, como recién salidos del Arca de Noé: gallinas y gallos, perros y gatos, chivos y patos, vacas y caballos, cuando no las hormigas que desfilan calladas, cargando trocitos de hojas cuyo peso, según expertos botánicos, suele ser superior al suyo.

Un paraíso -repetirá usted- en el centro de Colombia, donde se produce el mejor café del mundo.

                                                                                Huellas indígenas

Pero, además del fascinante escenario natural que cada año atrae a millares de turistas nacionales y extranjeros, está la historia, la misma que se remonta hasta las tribus indígenas que los españoles, guiados por Cristóbal Colón, descubrieron y empezaron a aniquilar a su llegada a las Indias Occidentales -¡un nuevo continente!- en 1492.

Por estos lados vivían tres grupos principales: los quindos, de quienes se tomó el nombre del departamento (Quindío, que significa “Tierra de dioses”); los guerreros pijaos, que se protegían entre guaduales impenetrables donde salían a atacar, como lo hicieron cuando echaron fuego a la antigua Cartago en lo que hoy es Pereira, y los quimbayas, “Los mejores orfebres de América”, clara expresión de su avanzada cultura y su notable capacidad artística, reflejada en la amplia colección exhibida, con orgullo, en el Museo Quimbaya de Armenia, cuya construcción fue obra del arquitecto Rogelio Salmona.

Claro que ésta es una muestra pequeña, nada comparable al Museo del Oro en Bogotá, ni mucho menos al Tesoro Quimbaya que se encontró en alguna finca del municipio de Quimbaya -¡también en Quindío!-, donde ahora se levanta, a su entrada, la réplica monumental de un poporo, dándoles la bienvenida a los visitantes (aquel tesoro, a propósito, fue donado por cierto gobierno colombiano a España, dizque como muestra de gratitud, y ahora reposa en el Museo de América, en Madrid, al otro lado del mar).

Acá, en el Museo Quimbaya de Armenia -la capital del departamento, conocida como Ciudad Milagro-, se exhiben adornos para el cuerpo, desde narigueras y collares hasta pectorales, cadenas y coronas, con figuras humanas, de animales y formas geométricas que revelan el alto grado de abstracción, así como los inconfundibles poporos que servían para machacar la cal y las hojas de coca, unos y otros con su profundo sentido religioso por ser tan brillantes y dorados como el Dios sol, igual que los granos de maíz pegados a las mazorcas.

“Señores del fuego”, llamaban los nativos a sus orfebres, quienes eran tratados como sacerdotes, con poderes mágicos, gracias a sus maravillosas técnicas de fundición (la cera perdida o el martillado-repujado) y, sobre todo, sus obras de arte que desafían el paso del tiempo.

Los quimbayas, pacíficos por naturaleza, se aliaron finalmente con los fieros pijaos, cuyo máximo líder fue el cacique Calarcá, quien se tomó por asalto a la historia, cobrando venganza de los conquistadores blancos con sus manos teñidas de rojo.

Portada del libro «Turismo Cultural por Colombia», obra reciente de Jorge Emilio Sierra.

                                                                                   El cacique Calarcá

En su honor se levanta el municipio de Calarcá, a escasos minutos de Armenia. Y es apenas natural que así sea, pues el cacique, acosado por la ambición hispana, fue a morir por lo visto en Peñas Blancas, un elevado e imponente cerro en sus alrededores, donde todavía muestra en su cúspide las moles de roca, plagadas de leyendas.

Una de esas leyendas, que corre de boca en boca entre los parroquianos, lo describe como a un guerrero que dirigió a su tribu en lucha contra los invasores, para luego refugiarse en el cerro, donde guardó los tesoros que hasta el momento nadie ha podido encontrar.

Su espíritu guerrero se desató en la conquista, acaso sólo para defenderse y por mero instinto de conservación, tanto que en otras historias aparece ofrendando su vida en el campo de batalla, en Peñas Blancas, o avanzando triunfal hacia el occidente del país, al lado de La Gaitana, mientras destruía todo a su paso (como en la apenas naciente población de Silvia en el actual departamento del Cauca).

Sus dominios se extendían por Quindío, parte de Tolima y Valle, que son vastos territorios, antes zonas vírgenes, boscosas y selváticas, por los cuales se movían libres los pijaos, con él a la cabeza.

Encarnaban “El buen salvaje”, al parecer. Pero, la guerra los cambió. Tanto que a los blancos muertos en combate los degollaban para exponer sus cabezas en cañas de guadua, a modo de escarmiento, lo que no fue suficiente sin embargo para alejar a sus poderosos enemigos ansiosos por apoderarse de las tierras y arrebatarles el oro, el bien más codiciado.

La otra cara del personaje

Calarcá, en fin, fue un guerrero valiente, heroico, aunque en ocasiones con signos de crueldad extrema. Así, en efecto, lo pinta una leyenda según la cual raptó, por venganza, a la niña recién nacida de un jefe indígena y su mujer española, cuyo pequeño cuerpo devoraron, en un sangriento espectáculo de canibalismo, para enviar luego los huesos a sus padres.

Don Juan de Borja, abuelo de la criatura, se unió al yerno enfurecido para lanzar una fuerte arremetida contra Calarcá y su pueblo, alcanzando su propósito en cruentas batallas.

Ahí no concluye la historia que vaya uno a saber si es sólo fruto de la imaginación. No. Cuentan, por ejemplo, que la hija de Calarcá presidió su entierro en Peñas Blancas, rodeado por sus tesoros invaluables, y que al heredar el cacicazgo se casó con un jefe de los quimbayas, dando origen a la alianza entre estos y los pijaos, unidos contra su enemigo común.

Los pocos indígenas sobrevivientes terminaron huyendo al monte, lejos de sus perseguidores, hasta cuando llegó (siglos después y en los comienzos de la república que, por fin, había dado al traste con el dominio de la corona española) la segunda colonización de aquellos territorios, esta vez proveniente de Antioquia, al norte del Quindío y, en general, al Viejo Caldas que conforma –digamos hasta el cansancio- el Eje Cafetero de Colombia.

                                                                           Rastros coloniales

Del período de la colonia española, nada queda. Hay que ir hasta el norte, a Cartago, para hallar iglesias coloniales y la hermosa Casa del Virrey, de estilo andaluz, en la que no vivía ningún virrey sino el alférez real, título inmortalizado por Eustaquio Palacios en la novela que otrora leían nuestros niños en las escuelas.

La citada alusión -o confusión- virreinal se explicaría por el elegante atuendo del alférez, apenas digno del supremo gobernante granadino, quien habría cancelado a última hora su anunciada visita a Cartago, precisamente para alojarse en la bella casa de su representante. Bolívar, en cambio, como que sí se hospedó allá durante dos días en su campaña libertadora.

En Cartago, además, usted encuentra un homenaje a su fundador en 1540, el mariscal Jorge Robledo, y otro al Río La Vieja, con versos de don Juan de Castellanos, el extraordinario cronista de Indias que estuvo por estos lados dando rienda suelta a su musa.

No obstante, el Quindío es paisa hasta los tuétanos, como si su historia moderna, muy posterior a la indígena de la época precolombina, no hubiera empezado sino con la colonización antioqueña que se prolongó desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX, cuando sus fértiles suelos se cubrieron de cafetales.

La cultura paisa se manifiesta a diestra y siniestra. En su arquitectura, en sus viviendas de bahareque con techos de teja en barro, balcones alrededor de la segunda planta, paredes blancas de cal y puertas y ventanas de madera tallada, en todos los colores (amarillo y verde, azul y rojo, naranja y violeta), cuya máxima expresión se ve en el municipio de Salento, rumbo al Valle de Cocora.

Armenia: Monumento al Esfuerzo.

Pruebas a granel

Del acento, ni se diga. Es similar, con las palabras arrastradas y un seseo inconfundible, al de los arrieros que abrieron trocha con sus recuas de mulas, dando origen al espectacular desarrollo comercial de la región, cuyo epicentro hoy en día es Pereira. El lenguaje, a su vez, conserva dichos y refranes populares de herencia hispana, transmitidos de generación en generación.

Los trajes típicos -de carriel, poncho y alpargatas, con machete al cinto- todavía se aprecian en áreas rurales, al tiempo que la comida es igualmente típica, autóctona, traída por los abuelos de Antioquia.

Ahí están, como pruebas, la bandeja paisa, los fríjoles y el sancocho, la arepa de maíz que nunca falta (en el desayuno, el almuerzo y la cena), los tamales y la mazamorra con panela, sin olvidar las bebidas y postres con sabor casero: ponche y sirope, forcha y solteritas -o casaditas-, que hacen las delicias de niños y adultos.

Y, por encima de esto, la amabilidad de sus gentes, siempre con una sonrisa limpia, sincera, y el trato especial a los forasteros, quienes no tardan en sentirse en casa, como si no fueran extraños sino también oriundos de la región, recién llegados.

Por algo a Manizales se le conoce como Ciudad de las puertas abiertas, y a Pereira, La ciudad sin puertas, “donde no hay forasteros porque todos somos pereiranos”.

                                                                                 Ecoturismo clase A

En definitiva, por el Quindío y sus departamentos vecinos -o hermanos- del Eje Cafetero: Risaralda y Caldas, usted hace ecoturismo, es decir, turismo ecológico, en medio de la naturaleza, que ahora está de moda en todo el mundo por el culto al medioambiente y el cuestionamiento generalizado a fenómenos como el cambio climático o, simplemente, para huir del estrés que golpea con rigor a los habitantes de centros urbanos.

Fincas cafeteras convertidas en hoteles, sobre todo al desatarse la crisis mundial del grano, seguida por el terremoto de 1999, circunstancias que obligaron a buscar nuevas fuentes de riqueza y empleo; cabal aprovechamiento de la infraestructura de transporte, con la moderna Autopista del Café, y adecuados servicios públicos, con amplia cobertura en electrificación rural y agua potable.

Además, óptima ubicación geográfica, en el centro del país y con fácil comunicación hacia ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, así como bajos costos en comparación con otros sitios turísticos de Colombia y del exterior, todo ello hace de esta zona una de las mejores, con favorables perspectivas, para La industria sin chimeneas que ya comenzó a ser, por su elevada y creciente generación de divisas, sector estratégico de la economía colombiana.

Proliferan los sitios de atracción turística, todos de primer nivel: Panaca y Parque del Café, en Montenegro; Valle de Cocora, con sus palmas de cera -¡el árbol nacional!- en su bosque de niebla que alberga un cementerio indígena en las alturas; Parque de la guadua y el bambú, que fue Premio Nacional de Medio Ambiente, con obras originales del arquitecto manizaleño Simón Vélez; Jardín Botánico de Calarcá, con su inolvidable Mariposario; Cementerio Libre de Circasia, otrora condenado por los fieles católicos, y balsaje por el Río La Vieja, para mencionar apenas algunos de los más conocidos.

“Quindío es poesía viva”

La cultura, por último, se asoma a casa paso: en el Monumento al Esfuerzo, de Rodrigo Arenas Betancourt, en la Plaza de Bolívar de Armenia, donde sobresale, a pocas cuadras, la Casa de la Cultura, cerca de los parques Sucre, Fundadores y de la Vida, cuando uno va rumbo al Museo Quimbaya.

Quindianos son los poetas Luis Vidales, autor de Suenan timbres, y Baudilio Montoya, a quien se le rindió el mejor homenaje que pueda darse a un artista: bautizar un colegio con su nombre, para cumplir la noble misión de educar a niños y jóvenes.

Y es que el Quindío es poesía, poesía viva. “Tierra de dioses”, en verdad.

(*) Escritor y periodista. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua