Foto de Bogotá, localidad de La Candelaria, de Wikipedia.
Este seis de agosto, Bogotá celebra su cumpleaños 484, quedando ya poco tiempo
para alcanzar su quinto centenario de fundación. Es oportuno, entonces,
hacer ahora un recorrido por la ciudad moderna, a modo de guía.
Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
-Crónica de mi libro “Turismo cultural por Colombia”, recién publicado en Amazon-
Usted debe haber llegado a Bogotá en avión, tras elevarse por la cordillera oriental de Los Andes y alcanzar la mayor altura, desde donde aprecia la extensa sabana cubierta de verdes pastizales, cultivos de flores, fincas ganaderas y pequeños pueblos que desaparecen para abrirle paso a la gran ciudad, donde empinados edificios, industrias y avenidas, casas y más casas, surgen entre las nubes a medida que el aeroplano desciende para concluir el viaje.
Su primera escala es el aeropuerto, ahora nuevo, recién construido, diseñado especialmente para atender al creciente turismo internacional y el transporte de carga, reflejo del dinamismo de un país que está entre las principales economías de América Latina.
Llega, sí, a El Dorado, título legendario que alude al sueño de los conquistadores españoles, quienes buscaban acá el mayor tesoro de los antiguos pueblos indígenas, destacados orfebres de la América precolombina. Por cierto, nunca encontraron el codiciado lugar, aunque cerca, en la mágica Laguna de Guatavita, nació, al parecer, tan extraordinaria leyenda.
Luego usted toma la avenida principal, llamada también El Dorado o La 26 (por el número de la calle), que consta de ocho carriles donde se desplazan, entre otros vehículos, los alargados buses rojos de Transmilenio, la más completa red de transporte público en la ciudad; cruza, mirando siempre a la derecha, por Ciudad Salitre con sus modernos edificios y una óptima oferta hotelera; la Ciudad Empresarial de Luis Carlos Sarmiento, en honor al banquero que nunca falta en la selecta lista de los hombres más ricos del mundo, elaborada por la revista Forbes, y el Cementerio Central, a cuya entrada se levanta una escultura inconfundible de Fernando Botero.
Cuando usted menos piensa, en un abrir y cerrar de ojos, se encuentra en el centro de la ciudad, listo para iniciar su recorrido por la zona histórica, colonial, conocida como el barrio La Candelaria.
Situémonos, por lo pronto, en el Parque Santander, con el cerro de Monserrate que le observa atento desde arriba, desde su iglesia del Señor Caído que muchos consideran milagroso, lo cual tiene por qué traerle a su memoria el nombre de Santa Fe que precedió al de Bogotá durante varios siglos.
No se olvide de abrir muy bien los ojos y caminar despacio para apreciar las numerosas riquezas artísticas que van surgiendo a su paso.
El Parque Santander
Este parque conserva el ambiente de antaño en medio del ajetreo citadino. Así, la sede del Museo del Oro es una construcción reciente, nada antigua, pero posee la más valiosa colección de productos hechos a mano con el preciado mineral, auténticas obras de arte realizadas por los diversos pueblos indígenas y sus extraordinarias culturas (calima, muisca, quimbaya, zenú…) en el actual territorio colombiano.
El Museo de la Esmeralda, a su turno, está en una de las esquinas del Parque Santander, donde otrora se levantaba la residencia del general Francisco de Paula Santander, cuya efigie permanece inmóvil en el centro de la plaza, y al frente, a lo largo de una calle sobre la carrera séptima, está el primer grupo de iglesias coloniales, como reliquias: La Tercera, de la Orden Franciscana; la de Veracruz, donde están sepultados varios mártires de la independencia nacional como Policarpa Salavarrieta (protegidos aún por el pesado crucifijo que les acompañó en el cadalso), y la de San Francisco, cuyas imágenes religiosas, en el fondo del altar, están cubiertas en oro, brillantes como si la luz les llegara del Cielo.
A un lado, el Banco de la República, nuestro banco central, en la esquina que antes ocupaba el Hotel Granada, presa de las llamas en El Bogotazo del 9 de abril de 1948, cuando a pocos metros de allí fue asesinado el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán al salir de su oficina, donde todavía se le rinden homenajes con placas y flores; por la calle, sobre la séptima que en realidad es la antigua Calle Real, hay todavía sombras de los rieles del tranvía que nunca más volvió a pasar, y la Avenida Jiménez, semipeatonal o nuevo corredor ambiental que recorren las aguas de un río subterráneo, se descuelga hacia arriba, hacia Monserrate, por la hermosa Quinta de Bolívar, donde El Libertador pasó la mayor parte de su tiempo en la naciente república que lo proclamó presidente de la República.
Sobre la Jiménez, a unos cuantos metros del Parque Santander, se encuentra la Plazoleta del Rosario, cuyo principal atractivo es precisamente el Colegio Mayor del Rosario, prestigiosa institución universitaria nacida también en los lejanos tiempos coloniales; en mitad de la plaza, la estatua del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad en 1538, y a un lado, cerca de la estación de Transmilenio, el Café Pasaje, tradicional sitio de tertulias de líderes políticos e intelectuales, quienes igualmente departían en un café cercano, El Automático, donde el poeta León de Greiff, con su figura excéntrica, concentraba todas las miradas.
Ahora devuélvase y haga un septimazo, el típico paseo por la carrera séptima que lo lanza al bullicio y el tumulto, a los gritos de los vendedores callejeros, a los almacenes de comercio y los restaurantes populares, a las baratijas que le ofrecen en las aceras y, finalmente, a la Plaza de Bolívar, una de las más amplias y hermosas de América Latina, corazón de la ciudad histórica, colonial, sin las murallas que en cambio aún rodean a Cartagena.
¡Está usted en La Candelaria, el barrio de las candelas, de las llamas, de la luz que ha iluminado a múltiples generaciones durante cerca de quinientos años, cinco siglos que están todavía presentes, vivos, para mayor satisfacción de los turistas!
Tome un nuevo aire y contemple las maravillas que hay frente a sus ojos.
La Plaza de Bolívar
En esta plaza principal, usted se topa con el Museo de la Independencia o Casa del Florero, antigua casona de dos plantas, donde en 1810 un simple florero desató la reyerta popular que terminó con el primer grito independentista de la Nueva Granada, aunque en realidad ese fuera el comienzo de la llamada Patria Boba, tras la cual vinieron la reconquista española y la posterior liberación definitiva con el nacimiento de la república en 1819. Entre y observe el florero que allí está exhibido, pegadas las piezas rotas por los años.
A la izquierda, siempre observando al famoso Bolívar de Tenerani en el centro del parque, suba los pocos escalones y pase a la Iglesia, a la Catedral Primada de Colombia, que tiene historia (religiosa, histórica, política, artística…) por donde usted camine; a la salida o, mejor, al lado, la Capilla del Sagrario, con la más completa colección de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, el mejor pintor de la Colonia.
Al frente, el Palacio Liévano, sede de la Alcaldía de Bogotá, y a ambos costados, una moderna edificación, que ciertamente desentona con el resto de la arquitectura como un grito de protesta por las llamas que años atrás destruyeron el Palacio de Justicia donde varios magistrados ofrendaron sus vidas, y el Capitolio Nacional, de estilo republicano, donde sesiona el Congreso de la República, tras el cual se levanta la Casa de Nariño, sede presidencial, a cuya espalda está la bella Iglesia de San Agustín que aún mira, en silencio, hacia el Convento de Santa Clara, hoy transformado en acogedor museo que no puede dejar de visitar.
Suba después por la calle del Colegio San Bartolomé que se reconoce por la estatua de Camilo Torres, otro héroe de la independencia, autor de El memorial de agravios; vea la Casa de los Derechos, donde Antonio Nariño imprimió su traducción de los Derechos del Hombre, haciendo eco a los principios libertarios de la Revolución Francesa; deténgase en la Iglesia de San Ignacio que antes se prolongaba por la parte de arriba, hasta el actual Museo Colonial que también fue cuna de la Universidad Javeriana, y aprecie la que fuera casa de Manuelita Sáenz, el gran amor de Simón Bolívar.
Un poco más arriba, como buscando el cerro, llegue al Palacio de San Carlos, igualmente sede presidencial, que llega hasta la habitación donde El Libertador logró escapar, con la complicidad de Manuelita, por una pequeña ventana en la oscura noche septembrina; al Teatro Colón, que es de ensueño, y a la casa que habitó Rafael Pombo, El poeta de los niños por sus fábulas de Rin-Rin renacuajo, La pobre viejecita y otras tantas que muchos aprendimos de memoria en la infancia.
Deténgase acá, en la esquina, junto al Museo Militar, y deje vagar su mirada por las calles estrechas, los balcones y ventanas de madera, el colorido tan particular de las viviendas, los nombres originales de las vías, los techos con tejas de barro y las débiles paredes sostenidas por obra de milagro, pero sobre todo las leyendas centenarias, los cuentos de fantasmas, las puertas que se abren sin motivo, los solemnes desfiles que nunca dejan de pasar por las frías noches de invierno…
El Museo Botero
Antes de tener la dicha de caminar sin rumbo fijo por entre los callejones que parecen regresarlo a la época colonial, devuélvase y vaya hasta la esquina para toparse con otro eje cultural de la ciudad: la Biblioteca Luis Ángel Arango, también centro de exposiciones y sala de conciertos; la Iglesia de La Candelaria, que le dio el nombre al barrio con su virgen milagrosa que porta un cirio encendido en la mano; la Casa de la Moneda y, por último, el Museo Botero que usted no puede dejar de visitar por nada del mundo.
A Botero, en realidad, no es necesario siquiera identificarle por su nombre de pila para saber de quién se trata. No. Todos conocemos, empezando por los numerosos turistas extranjeros, que es el más célebre pintor y escultor colombiano, cuyas figuras regordetas, que tantas risas desata entre los espectadores, son reconocidas a lo largo y ancho del planeta.
El Museo, sin embargo, no sólo exhibe obras suyas, pintadas o talladas por él, sino también de los más grandes artistas contemporáneos, desde los impresionistas -Monet y Renoir, por ejemplo- hasta los cubistas encabezados por Picasso, surrealistas -Dalí y Marx Ernst- o expresionistas, junto a autores como Tapies, Lam y Calder, entre muchos otros que conforman una selecta colección, donada por el propio Botero, tal como lo hizo para el Museo de Antioquia en Medellín.
Y claro, ahí están varias salas con sus pasteles y acuarelas, sus óleos y esculturas, sus terribles imágenes de la violencia, su recuerdo imborrable de Pedrito, su burla del poder presidencial en América Latina, sus escenas de la vida cotidiana, su cultura paisa que brota por todos lados y, en especial, sus colores maravillosos, únicos, como inventados por él, que le dan volumen a esas formas gigantescas, desproporcionadas, en contraste con las de menor tamaño, sean manos o pies, sombreros o frutas.
En esta forma, usted está metido de cuerpo entero en el realismo mágico descrito por García Márquez en sus cuentos y novelas. De ahí que -con ese equipaje, con mirada distinta, con el espíritu indígena y latinoamericano en las venas-, usted puede terminar su recorrido por La Candelaria, desde el Chorro de Quevedo hasta el Camarín del Carmen; desde la Casa Silva hasta el Centro de Cultura Económica, diseñado por Rogelio Salmona, y desde las sedes universitarias hasta las presentaciones de teatro o los improvisados conciertos de música en la calle.
Vuelva a la carrera séptima, dé otro septimazo y deténgase en el Parque de Las Nieves, también colonial como la Iglesia de San Diego por la calle 26, que son como las últimas huellas del pasado español en la Nueva Granada, el cual se niega a desaparecer en medio de los altos edificios, el ruido de los carros, la agitada vida de una ciudad populosa a comienzos del siglo XXI.
Santa Fe, la antigua Santa Fe de Bogotá, aún está viva, más viva que nunca…
(*) Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua