Fotografía del Blog Sound Bay House
por Jorge Emilio Sierra Montoya (*)
En las temporadas de vacaciones, como la actual a comienzos del año, la isla de San Andrés, en el mar Caribe, es el principal destino turístico de los colombianos e incluso de muchos visitantes extranjeros, especialmente de América Latina. Pero, ¿por qué? La siguiente crónica, tomada de mi libro “Turismo cultural por Colombia” (Amazon, 2002), da las respuestas que usted debe conocer. Le invitamos, pues, a un viaje virtual por este paraíso caribeño.
Mar de siete colores
Ahí está el mar, el hermoso mar de los siete colores que, en realidad, son diversas tonalidades de azul y verde, ese verde excepcional, único, como si fuera un sueño nacido en lo más profundo de las aguas, las cuales envuelven, con su abrazo eterno, a la pequeña y alargada isla en el Mar Caribe, una preciosa joya en las Antillas, no registrada siquiera por guías de turismo que promueven, en cambio, a Cuba y República Dominicana, Aruba y Curacao, Jamaica y Margarita.
Sí, es el mágico mar de San Andrés, calmado como si fuera el Océano Pacífico, indiferente a las agitadas olas de sus vecinos y siempre acariciado por el sol que lo mira entre sorprendido y celoso o, al menos, con la admiración que suele despertar a primera vista, desde cuando el avión se dispone a aterrizar en el aeropuerto Gustavo Rojas Pinilla, nombre del general que se hizo dictador en Colombia a mediados del siglo pasado.
A partir de ese momento, el mar no abandona al visitante. Lo persigue a diestra y siniestra, por el norte y el sur, de un extremo a otro del archipiélago, y en todas partes deja oír su voz que es un susurro, un sereno llamado a la paz, a la calma y la felicidad, la cual sólo puede alcanzarse al mirar sus aguas cristalinas que se mecen, vienen y van hasta el infinito, hasta perderse en el cielo, acaso en busca de las estrellas que en las noches contemplan a solas, mientras reciben en su seno el reflejo lejano y brillante, tembloroso y fugaz.
Ya nunca más usted podrá olvidar al mar de San Andrés, El mar de los siete colores, al que no lograron someter los temidos piratas que intentaron dominarlo tan pronto el almirante Cristóbal Colón descubrió a América. La isla, por lo visto, sólo cede a los encantos del amor, nunca a los ataques de la guerra. La historia así lo demuestra, desde entonces hasta hoy.
El pasado inglés
Los verdaderos protagonistas de la isla son, siempre lo han sido, sus habitantes, en particular los nativos que se distinguen por su tez morena, más bien cobriza, y, sobre todo, por su lenguaje creole, un tipo de inglés directo, recortado, sin las complejidades de la gramática, que ni siquiera los británicos y estadounidenses logran entender.
¿Cómo diablos hacen -preguntan, asombrados, los turistas, incluso los colombianos provenientes del interior– para hablar inglés, no español? ¿La isla no fue acaso una colonia de España, no de Inglaterra, desde los tiempos de la conquista? ¿Cómo explicar, entonces, que los isleños, cuyos antepasados fueron esclavos traídos de África, tengan un idioma distinto al nuestro, sus coterráneos de Antioquia y Boyacá, Nariño y Guajira?
El asunto, para algunos, es inexplicable y hasta absurdo. La historia, sin embargo, despeja las dudas: San Andrés fue descubierta por los ingleses, quienes la colonizaron hasta fines del siglo XVIII, cuando pasó a manos de la corona española que tomó la sabia decisión, en 1802, de establecer su dependencia del Nuevo Reino de Granada, cuya capital era Santa Fe, la Bogotá de hoy.
No es de extrañar, por tanto, el idioma anglosajón de los nativos, ni mucho menos la legítima propiedad de Colombia sobre la isla, reclamada dizque por el gobierno de Nicaragua.
Los tesoros de Morgan
La historia, a su vez, nos permite entender por qué Henry Morgan, el legendario pirata británico, pudo haber tenido acá uno de sus centros de operaciones en el Caribe para atacar a los barcos españoles que zarpaban de América cargados de oro, saquearlos y guardar sus preciados tesoros en la llamada Cueva de Morgan en San Andrés, para luego trasladarlos hasta Inglaterra, donde empezaba a prepararse la Revolución Industrial, principio de la era moderna.
Como tributo a su memoria, la naturaleza formó en Providencia una roca gigantesca, tallada por las olas del mar, que se conoce como la Cabeza de Morgan, cuyos rasgos humanos sugieren, en efecto, a los del pirata, quien quiso en esta forma permanecer en la isla, quizás porque sus almas errantes en vida fueron incapaces de abandonarla tras su muerte física.
Es lo que también les ha pasado a muchos visitantes (en su mayoría costeños, del norte de Colombia) al pisar las playas de San Andrés y sentir el mar que rompe sus olas en el arrecife coralino que la rodea, pues nunca más pueden volver a sus sitios de origen, seducidos sabrá Dios por qué extraños poderes sobrenaturales, traídos por la brisa.
Si no fuera por el estricto control actual a los residentes para impedir la superpoblación que ya se empieza a notar, acá no cabría la gente.
Más sitios turísticos
La belleza de la isla, con su rica biodiversidad, es el principal atractivo turístico. Y claro, atraen su historia, su cultura y obviamente el calor, su verano a veces sofocante que se extiende a lo largo de casi todo el año, así como determinados sitios, algunos de ellos naturales.
La mencionada Cueva de Morgan, por ejemplo; la centenaria Iglesia Bautista, arriba en la loma, que hace las veces de mirador; La Laguna, con babillas que son caimanes de menor tamaño; las playas, las muchas playas, y los cayos alrededor, como Johnny Cay o el Acuario y las Mantarrayas, lugares propicios para vencer el estrés, olvidarse de las preocupaciones y disfrutar simplemente la vida en medio de la naturaleza.
De hecho, el comercio es otro atractivo para los visitantes. Al fin y al cabo, San Andrés es puerto libre, libre de impuestos como el IVA al consumo, y por ello los productos importados -licores, enlatados, lociones, electrodomésticos…- resultan más baratos, generando así una alta demanda, a la que contribuye, en gran medida. la amabilidad de sus gentes y, en especial, de sus vendedores.
Un turismo que crece como espuma. Ni siquiera la apertura económica, con la reducción general de precios en el comercio proveniente del exterior, le dio el golpe de gracia que muchos temían. Al contrario, su desarrollo en los últimos años ha sido notorio; el número de compradores aumenta, y hasta la infraestructura turística es cada vez mejor, con cuantiosas inversiones tanto públicas como privadas.
La oferta hotelera es amplia, incluyendo las máximas categorías que suelen exigirse a nivel internacional; el moderno Centro de Convenciones, frente al mar y a un costado de la vía peatonal o Malecón de los enamorados que recorre la zona comercial; por doquier, hay espectáculos populares, desde la venta de raspao hasta los bailes de reggae, los ritmos caribeños y las solemnes ceremonias de la Armada Nacional.
Un paraíso, en fin, cuyas imágenes de ensueño los turistas perpetúan en sus fotografías que son postales, donde no pueden faltar las casas típicas de madera, con sus colores de fiesta, que parecen a toda hora estar en carnaval, al son de tambores. Pero…
Problemas sociales
En San Andrés, como en las demás regiones del país y del mundo, hay problemas que nunca mencionan las compañías turísticas, centradas, por razones obvias, en el citado ambiente paradisíaco. La pobreza, en primer término. Que afecta a los sectores populares, en barrios de miseria, y aún a los trabajadores de los mejores hoteles y restaurantes, donde los salarios a duras penas alcanzan para sobrevivir.
Las fuentes de empleo son escasas. Todo se importa, especialmente de Colombia, Estados Unidos y Centroamérica; la educación superior, universitaria, brilla por su ausencia, y sólo el Sena ofrece servicios de capacitación a quienes logran concluir el bachillerato. Así las cosas, son mínimas las oportunidades para que los jóvenes salgan adelante, obligándoles en ocasiones a dejar la isla y cortar sus raíces con el pasado, la historia y sus familias.
En tales circunstancias, es apenas lógico que algunos de ellos sean víctimas del licor y la droga, cuando no de las oscuras redes del narcotráfico que atrae con su señuelo de dinero fácil y las múltiples comodidades que ofrece: lujosos apartamentos, carros último modelo, productos de marca y cosas por el estilo. La violencia, claro está, no tarda en aparecer, con su manto de sangre y dolor.
La corrupción campea a sus anchas. En el gobierno local, de cuya ineficiencia administrativa hay pruebas a granel; en la policía, donde la alianza con el crimen es vox populi desde tiempos lejanos, y en la comunidad, la cual no se atreve a hablar en público por temor a las represalias. Hay un silencio cómplice por todos lados, mejor dicho.
Es necesario, pues, hacer frente a tales problemas que de una u otra forma atentan contra el desarrollo turístico y, en definitiva, contra la población, la cual tiende a considerar ridículas las pretensiones de Nicaragua sobre la propiedad de la isla, atribuidas a razones tanto políticas, de corte nacionalista (propias del comunismo imperante en el gobierno de Daniel Ortega), como económicas, encabezadas por el hallazgo de petróleo en zonas marítimas del archipiélago.
“Pasar a manos de Nicaragua, un país más pobre que Colombia, sería pasar de Guatemala a Guatepeor”, en opinión de un nativo al que poco le importa cómo va a terminar este asunto.
Vuelo de regreso
El avión vuelve a alzar vuelo, ahora de regreso, y va quedando atrás el mar de los siete colores, con sus piratas y soñadores, su barracuda de ojos verdes y lágrimas azules, sus bellas morenas de ojos claros y cuerpos de palmera, sus barcos de vela en la bahía, sus paisajes de postal, su brisa y el susurro de las olas, sus casas pintorescas y sus cayos vigilantes, listos a defenderse frente a los ataques de nuevos piratas.
Todo ello se aleja, pero también permanece, viaja con uno, le sigue adonde vaya y estará siempre a su lado, incluso más allá de la muerte. Es lo que también les sucedió a tantos visitantes, desde Henry Morgan hasta Simón González, incapaces de abandonar a San Andrés después de haberla conocido…
(*) Escritor y periodista. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua