por María Angélica Aparicio P.
Pararse con “pies de plomo” en las calles de Estambul es la hazaña que están haciendo miles de turistas de distintos rincones del mundo. Más que nunca, está de moda visitar Turquía. Emociona subirse al avión y pensar que este país situado entre dos continentes –Asia y Europa– tiene 783.562 km² para recorrer con ganas. Solamente con su origen y la historia de su entorno, ya hay material para escribir una novela. Con el deslumbrante cuidado de su patrimonio histórico y la fuerza que ha puesto en un turismo multicultural, hay bagaje suficiente para hacerla un vividero de doce estrellas.
Esmirna, Estambul, Capadocia, Marmaris, Barus, Konya, Pamukkale conforman un paseo de rico aprendizaje para los occidentales. En estas ciudades hay un juego entre lo clásico y lo moderno: monumentos, viviendas recientes, edificios antiguos, plazas, mezquitas, piscinas naturales, travesías por el Bósforo, viajes por el mar de Mármara. Todo puede disfrutarse bajo un fantástico país que mantiene, para el mundo, sus puertas abiertas.
La actual Estambul se conoció con el nombre de Constantinopla. Esta inmensa ciudad, impactante para el turista, hoy con catorce millones de habitantes, fue fundada por los griegos en el siglo IV. Doscientos años después, ya engrandecida con obras significativas, entró en escena un hombre de acción: Flavio Pedro Sabacio Justiniano, conocido como Justiniano I, emperador del imperio bizantino, territorio que tenía a Constantinopla como capital. Durante diez años, Justiniano I lideró decisiones para que este poderoso imperio no se cayera. Se rodeó de personas talentosas para financiar sus proyectos, especialmente, un ambicioso programa militar: la conquista de nuevas tierras en el norte de África. Otras campañas vendrían para conquistar el sur de Hispania (península Ibérica), y otros feroces combates, más rigurosos, para apropiarse de Italia donde residía la influyente ciudad de los césares: Roma.
Por estas campañas, interminables y costosas, Justiniano I no estuvo exento de oposiciones; las revueltas que enfrentó, terminaron en choques de violencia. Se extendió la destrucción de edificios públicos por Constantinopla, y así, el emperador encontró motivos para crear planes de restauración e inclinarse por levantar edificios novedosos, opuestos a los destruidos, de tipo civil y religioso. ¡Quería una ciudad nueva! Dentro del conjunto de obras a reconstruirse, quedaría incluida una estructura religiosa, monumental, que daría tributo a la iglesia que Justiniano I –como ortodoxo que era– defendía con vehemencia: la iglesia ortodoxa.
El turista que hoy camina -con sus “pies de plomo”- por Estambul, se queda atónito frente a la grandeza de esta estructura religiosa que brindó homenaje a los ortodoxos del siglo VI y que entonces se conoció como iglesia de Santa Sofía –actual mezquita de Santa Sofía–. Se calcula que se necesitaron diez mil personas para volver a crearla –encima de la anterior– con otras dimensiones, con materiales traídos de Éfeso, Egipto, Tesalia, Siria. En el 2020, esta iglesia, que deja sin aliento a los visitantes occidentales y asiáticos, se convirtió en mezquita. Ayasofya, –como la llaman– se encuentra en la parte más alta de Estambul. Sus cuatro minaretes y su cúpula de 32 metros de diámetro cumplen una misión estrictamente sagrada: irradiar pasión por las creencias musulmanas. En la zona sur de esta construcción se halla una fabulosa biblioteca que alcanzó a tener cinco mil libros antiguos, donados, todos, por personajes que vivieron durante el siglo XVIII.
Constantinopla fue la ciudad comercial más importante de su tiempo. Por su tamaño –vista como la más grande de Europa– tenía una muralla que la protegía como un león protege a su cachorro. Varias puertas de este muro permitían el acceso a la ciudad. Por cualquiera de los inmensos portones ingresaban los comerciantes que venían de Europa o de Asia para desarrollar la compra-venta de especies, pólvora, textiles, sedas, pieles, piedras preciosas, aceites, marfil. Aquí se encontraba la mezcla de un poco de todo: lo exótico, lo nuevo, lo costoso, lo que no se producía en otras partes del mundo.
Dejando Estambul, un vuelo de hora y media lleva al extranjero a una cautivadora ciudad, que los turcos conocen como Izmir –Esmirna en español–. Fundada por los griegos, quienes en ese tiempo y en el actual son sus vecinos del frente, está situada en una profunda bahía. La Esmirna vigente, acogedora y bella, viene desempeñando –con orden–su rol para el turismo: servir al comercio desde su magnífico puerto marítimo; presentar la zona arqueológica donde residen sus monumentos; actuar como punto de referencia para el mundo católico –San Pablo fundó aquí su primera iglesia–, y continuar el rito de orar con respeto.
En Esmirna –tercera ciudad de Turquía– las mezquitas juegan un papel trascendental. En la plaza Konak, lugar concurrido por turcos y extranjeros, puede apreciarse la mezquita Yali –también conocida como Konak–. Su fachada externa está decorada con bonitos azulejos que relucen cuando hace sol. Esta mezquita pequeña cuenta con un solo acceso –a diferencia de muchas otras–, para esos cientos de nativos que la visitan cinco veces al día como parte de un principio que, entre los musulmanes, se cumple ciegamente.
Unos 720 km por carretera separan a Esmirna de una de las regiones más fascinantes del mundo: Capadocia. Todos los viajeros aterrizan –si porque si– en este territorio convertido en patrimonio de la humanidad. Durante cientos de años, sus tierras rocosas, erosionadas, se llenaron de magma, lava y cenizas de aquellos volcanes que explotan desde tiempos inmemoriales. Los turcos aprovecharon las condiciones resecas del terreno y se dedicaron a moldear cuevas, iglesias, figuras, viviendas subterráneas hasta siete pisos bajo tierra.
Para disfrutar de este paisaje –transformado– y ser parte de una aventura de suspenso, se usan los globos aerostáticos como medio de transporte. Los colores son diversos y provocadores. Cuando centenares de estos globos sobrevuelan una extensa área de Capadocia, se logra el impacto emocional y visual que se quiere conseguir en el turista. Cada excursionista –venga de donde venga– tiene el privilegio de subirse a una de estas canastas de junco, cuyo tamaño depende del número de pasajeros a bordo –entre 18 a 25 personas–, y volar como Peter Panes sobre la región, que no tiene comparación con ningún escenario natural del mundo.
El lingote de oro más preciado de Turquía es actualmente su turismo. Ocupa el puesto número uno, al presentar, como anfitrión, ciudades seguras, regiones insuperables, carreteras que parecen hechas en otro planeta, zócalos para la venta de artesanías y productos nacionales, transporte moderno donde se mezclan el metro, el tranvía, los buses y los autos particulares.