Mauricio Gómez Escobar: Creación y afabilidad

Por Fabio Castillo°

Pinceladas para entender uno de los legados del periodista
Mauricio Gómez, a su paso por El Siglo, en el relanzamiento del innovador diario de La Capuchina de Bogotá

Caricatura de Palosa. Despedida a Mauricio Gómez Escobar, tomada de El Nuevo Siglo, con autorización del autor.

Así como las personas usan un nombre para diferenciarse,
también hay una palabra que los individualiza. Y en el caso del
periodista Mauricio Gómez Escobar esa palabra era afabilidad.
Y esa característica fue el primer aporte de Mauricio al
proyecto que acababa de relanzar su padre, el periodista, abogado
y político, en ese orden, Álvaro Gómez Hurtado, quien había

integrado una juvenil planilla de redactores y reporteros, todos
sometidos a la presión intrínseca de las grandes plumas que ya
habían desfilado por el vetusto edificio de La Capuchina de
Bogotá.
Un diario es el mismo miedo cotidiano del escritor a su
primer párrafo: al frente una hoja en blanco a la espera de ser
manchada y borroneada, pero con el tic-tac inclemente de la hora
del cierre de edición, y a su lado un individuo de mirada abstracta,
absorto en un mar de información aglutinada sin orden ni
conformidad, y apenas con tiempo para discernir entre lo que es
coyuntura y lo que define la estructura. Y así todos los días.
A lo obvio el reportero debe enfrentarse además a lo que
interesa ya a los medios, por lo que se ha escrito en los titulares de
la mañana, y a lo que él sabe que sabrá por cierto en unas horas,
no porque sea prestidigitador, sino porque si tiene buenas fuentes
le habrán anticipado que en ese día y hacia tal hora habrá de
conocerse una decisión, que impactará en la vida de muchas
personas. La totalidad y el orden implicado en sus pliegues.
Ese fascinante ejercicio diario de discernimiento se
desarrolla además en un edificio que contiene miles de historias
anónimas listas para ser contadas a quien quiera detenerse en sus
recovecos. Y en el edificio de El Siglo, en La Capuchina, el
reclamo histórico es (era) impactante.
Desde la calle 15 con la carrera 13 lo que se apreciaba era
una pared lisa en piedra amarilla casi imposible de dimensionar y
menos de escalar, porque el edificio de cuatro plantas con un

enorme sótano estaba diseñado para que desde fuera no se
pudieran adivinar pisos, ventanas, ni principio ni fin. En su entrada
sobre la calle había unas ventanas horizontales, de no más de 30
centímetros de ancho y tal vez un metro de largo, que estaban
distribuidas para que nadie pudiera pasar sin ser identificado y,
eventualmente, detenido. Más que ventanas parecían heridas de
viejas batallas afortunadamente ya superadas y hoy olvidadas.
Y terminaba la presión del reto diario con una cartilla de
unas 50 páginas, el Manual del Reportero, que nos entregaban a la
mano tan pronto pasábamos el período de prueba de dos meses:
una concisa y precisa lección de reportería y de trucos del oficio
para obtener el mejor diseño, redacción y consulta de fuentes de
información de todas las áreas. Su autor, el director, Álvaro
Gómez Hurtado.
El Quid
Luego ya quedaban los ejemplos que circulaban en la
redacción como compendios de lo que debía ser un párrafo de
entrada: el del reportero y luego hombre fuerte del gobierno del
presidente Belisario Betancur, el exministro Bernardo Ramírez,
que decía “Lo mato, lo mato, exclamaba la madre, mientras
estrellaba la cabeza de su hijo contra el piso, porque esta rabia no
me la pierdo”. Y el incidente que viviera el inolvidable reportero
Gabriel Cabrera, en el turno de cierre de edición de la noche.
Sobre la calle 15 había gran cantidad de viejas edificaciones, buena
parte que servían ya de meros depósitos de artículos de plástico y
espuma, principalmente colchones y almohadas. Esa noche estalló

un incendio en una de las bodegas, y en cuestión de minutos el
fuego se propagó por toda la manzana.
Gabriel, casi el único ser viviente en la zona a esa hora de la
medianoche, se centró en coordinar llamadas a bomberos,
estaciones de policía, ambulancias, defensa civil y todo organismo
que pudiera colaborar en salvar los congruos medios de
subsistencia del centenar de propietarios de esas humildes
bodegas.
Exhausto pero satisfecho al fin de la coordinación de la
operación salvamento, Gabriel abandonó en la madrugada su
trinchera periodística para descansar y enfrentar la jornada del día
siguiente. El recibimiento fue de sorpresa. Gabriel Cabrera había
cumplido de maravilla su labor humanitaria, pero en el ajetreo de
llamadas y coordinaciones, olvidó escribir la noticia del incendio, y
El Siglo fue el único medio de Bogotá que salió ese día sin la
noticia del incendio en su vecindario.
Ya memorizados los consejos, aprendidos los retos que se
tenían al frente, y asignadas las fuentes a cubrir en el día, solo
quedaba sentarse, alelado, frente a la página en blanco, una sábana
de papel de 38 por 58 centímetros, a la espera de ser llenada de
información amena, actual, idealmente exclusiva, con buen apoyo
gráfico, de fotografías e infografías, títulos en dos líneas, y un
párrafo de entrada que, en pirámide invertida, fuera exhibiendo los
hechos de mayor a menor, y sin descanso.


La Redacción

Yo había entrado a trabajar a El Siglo un viernes de agosto
de 1976: venía del Noticiero Todelar, bajo la dirección de dos
maestros del periodismo radial, Jorge Enrique Pulido –años más
tarde asesinado por los sicarios del narcotráfico- y Juan Darío
Lara, un creativo editor de noticias y de las transmisiones en
directo, la esencia de la radio.
En Todelar el reto era presentar algo así como 12 noticias
por noticiero, y eran tres emisiones diarias, más las que se debían
“reescribir” para inaugurar el noticiero del día siguiente, que
empezaba a las 5 am, con la lectura de los titulares de los
periódicos de Bogotá. Así que pasar de buscar y redactar 40
noticias al día a llenar una página de periódico, así fuera la sábana
de entonces, era un ahorro de tiempo que abría un espacio
ilimitado para la creatividad.
A la redacción de El Siglo que yo ingresé en ese ya lejano
1976 había establecida una férrea jerarquía, que encabezaba el jefe
de redacción, un afable Emiro Severiche, que recibía las noticias
que escribíamos y definía cuáles iba a proponer para la primera
plana, en un cónclave inaccesible que tenía con el director, Álvaro
Gómez.
La redacción, contenida en la tercera planta del edificio,
estaba organizada sin un propósito específico, en escritorios que
eventualmente compartíamos cuando alguna de las muchas
máquinas de escribir con teclas manuales se deshacía de sus tipos.
Era una redacción juvenil, dinámica, solidaria, creativa, pero
sujeta a ese esquema. Intentaré recordarlos por su escritorio, con

el invencible temor de las omisiones de memoria. Silverio Gómez,
Álvaro Montoya, Daissy Cañón, Eduardo Carrillo, Ariel Cabrera,
Carlos Díaz, Yolanda Jiménez, Orlando Gómez, Luz Ángela
Fandiño, Manuel Monsalve, Carlos Julio González, Jaime Horta,
Arturo Menéndez, Amílcar Hernández, Manuel Monsalve. En los
deportes estaban Fernando Tovar, Moncho Silva y Héctor
Troyano. Desde el cuarto piso, donde estaba la dirección, tenían
escritorio María Isabel Rueda y el inolvidable Juan Diego Jaramillo,
probablemente una de las personas más creativas y abiertas al
diálogo y la controversia creativa que haya conocido.


Innovación y sinergia

Esa era la redacción que yo recuerdo, y en la que irrumpió
un día Mauricio Gómez, con una impecable bata blanca que le
llegaba a la rodilla, y unos guantes desechables que empleaba para
manejar las fotografías en blanco y negro, que eran casi todas las
que se publicaban. El periódico, por cuestiones obvias de
presupuesto, no imprimía sino en negro, y había espacio según los
pliegos de la rotativa para sumar un color azul en el diseño de
ciertas páginas.
Lo primero que hizo Mauricio fue apersonarse de la sección
de fotografía. Enseñó técnicas novedosas de revelado, explicaba
cómo al momento de pasar el negativo al positivo de papel se
podía volver a encuadrar la fotografía, no solo para mejorar el
foco, sino también su campo de profundidad y su composición
por el juego de espacios por las dos pirámides invertidas. Un
maestro.

Pero su más sonado aporte por entonces fue el marco de las
fotografías. El borde de las fotografías en la prensa era muy
irregular, los puntos de negro/gris que definían su cuerpo se
difuminaban en la página con la impresión y el resultado era casi
siempre lamentable, en términos estéticos, así su valor fuera
enteramente testimonial. Mauricio llegó con una solución, hacer
un marco al papel con cinta aislante, que, al ser llevada a la plancha
de impresión, se convertía en una línea negra. Al tener un marco
de referencia, la fotografía impresa ganaba en nitidez y
profundidad.
Ese avance se mantuvo en secreto por más de dos años, sin
que los otros periódicos pudieran descifrar cómo el diario de La
Capuchina se les adelantaba en algo tan clave para el impacto
visual del diario impreso.
Luego Mauricio se empeñó en mostrar al público que la
redacción de El Siglo era un emporio juvenil, y para la edición
conmemorativa de un cumpleaños del diario, un primero de
febrero de 1978, para celebrar los 42 años de su fundación, nos
hizo colocar en los balcones exteriores del edificio, invisibles desde
la calle, en posiciones histriónicas, dinámicas, que rememoraban
los mejores encuadres de Cartier-Bresson

Algo así, pero con vista desde el exterior, recuerdo la idea.

Asentados los ajustes técnicos, Mauricio se centró en la
dinámica de la redacción. Las reuniones de la hora del cierre, o sea,
la definición de las notas que debían ir en la primera plana, eran
ahora colectivas, con el director, el jefe de redacción, y los tres o
cuatro periodistas que iban a defender que se incluyeran sus
noticias del día en las ocho columnas de la página frontal.
Esa dinámica hizo más ágil la primera página, pero además
nos puso en contacto con un Álvaro Gómez que, a las cuatro de la
tarde, en mangas de camisa, preguntaba temas, resolvía titulares,
diagramaba la página y cuando ya creía tenerla resuelta, la tiraba al
piso y la inspeccionaba desde todo ángulo, con minuciosidad de
entomólogo, para juzgar su composición y armonía.
Cuando estaba satisfecho se iba a su escritorio del cuarto
piso, donde daba los últimos retoques al editorial del día, de
manera que el periódico fuera un todo coherente y cohesionado
con la opinión y con los hechos relatados.


Osadías creativas
Esa reingeniería de ensamble de las piezas del periódico que
concibió Mauricio dio también lugar adinámicas creativas
espontáneas para resolver temas de primera plana, con el aporte de
todos los que allí asistíamos.
Así salió, por ejemplo, la reconstrucción del asesinato de un
alto funcionario de la Aeronáutica Civil, Osiris de J Maldonado.
Álvaro Gómez preguntó por hechos relevantes del hecho para
elaborar el titular y Eduardo Carrillo, el reportero judicial,
describió un ataque de sicarios en moto contra el carro de

Maldonado, un Dodge azul largo. “Como el mío” dijo Gómez, y
eso desató la lluvia de ideas, en esa misma calle 15 había un
concesionario de motos, nos prestaron dos con sus motoristas, y
con el apoyo escolta de Gómez se hizo la reconstrucción simulada
del atentado, para tomar la secuencia de fotos.
En la primera página, en una franja de dos columnas,
aparecieron las cinco fotografías de la reconstrucción, bajo el título
Así asesinaron a Maldonado. La leyenda de las fotografías, obvio,
precisaba que se trataba de una reconstrucción periodística, pero el
golpe de impacto informativo fue inolvidable.
Después Mauricio inauguró clases de inglés para la
redacción, que nos daba juicioso a las 9 de la mañana día de por
medio, mientras nos acercaba a las revistas Time y Newsweek en sus
técnicas de redacción. Yo por entonces estudiaba Filología e
Idiomas en la Universidad Libre de El Bosque, así que también era
el complemento perfecto para mi desarrollo.
Después vino una labor discreta de Mauricio, casi
imperceptible, en la redacción, para potenciar las habilidades
profesionales de cada uno de los periodistas. Primero mediante el
diseño retador de sus notas, y preguntas casuales para apuntalar la
inquietud, como, ¿no tienes fotografías o documentos que sirvan
para apoyar este o tal párrafo?, y si ese es el lead, o quid, ¿por qué
no pensamos en una infografía que muestre el flujo del hecho
como una línea de tiempo que guíe al lector?


Los gráficos

El reto propuesto por Mauricio era la creatividad, y así a la
vuelta de unas semanas de trabajo consistente se convirtió en
verdad en los corrillos periodísticos que la mejor primera plana de
la prensa colombiana era la de El Siglo, y que su editorial diario
jalonaba o marcaba la pauta en la agenda de los demás medios de
comunicación.
Ese consenso dio lugar a que empezaran a llegar a la
redacción propuestas novedosas, como las que un día presentara
un estudiante de arquitectura, Álvaro Palomino, con unos dibujos
de líneas meticulosas y muy bien trazadas, que terminaban siendo
verdaderos retratos de personajes políticos nacionales y
protagonistas internacionales. Sus trabajos eran los más esperados
en la redacción, y en especial por el editor internacional, Álvaro
Montoya, alimentado entonces solo por las radiofotos de las
agencias internacionales de noticias, casi nunca de la mejor calidad.
Un día Álvaro Palomino se sacudiría de la camisa de fuerza
de las reglas y escuadras, se centraría en el trazo libre, y adoptó
como su nombre profesional el de Palosa, con el que ha recibido
los más notables reconocimientos periodísticos nacionales y del
exterior.
Tras los pasos de Palosa llegaría luego otro joven, de
todavía no disimulado corte de cabello de conscripto, Vladimir
Flórez, quien nos repasaba escritorio por escritorio para saber de
qué tema escribíamos. Se sentaba frente a cualquier mesa, y a la
vuelta de un par de horas nos presentaba una propuesta de
ilustración, en pluma, para el tema que le había parecido de su

interés. Vladimir pasaría entonces a llamarse Vladdo, hoy un
conocido caricaturista, que ilustró mis primeras investigaciones
periodísticas en El Siglo.
Producto de esa sinergia hubo otros resultados evidentes,
como la página de libros que hacía la periodista Luz Ángela
Fandiño, y que en su momento era la más reconocida en el medio
por la crítica literaria y por la variedad de temas que agrupaba.
Álvaro Montoya se lanzó como columnista con las Notas
de un Bionauta, o de viajero por la vida, y que era un refrescante
espacio de opinión sobre la cotidianidad y sus sobresaltos,
aromatizado por un entonces todavía no estigmatizado aroma del
cigarrillo Pielroja.
El caricaturista de El Siglo era entonces el genial Timoteo –
o Ugo Barti, o Armando Buitrago, o Kosko, el cuadrilátero que
contenía al diestro de la línea y la perspicacia política-, cuyos trazos
se publicaban los domingos en la primera plana, porque sus
agudezas casi siempre también eran noticia.
El escándalo político de la época era la venta que hacían los
diplomáticos colombianos de sus cupos de importación de
vehículos de lujo con cero impuestos, a favor de los ricos súbitos
de entonces, y fue también de mis primeras investigaciones
periodísticas, junto con los temas de la cooptación judicial en boga
y los grandes pleitos que dormían en los anaqueles de la
impunidad.
No sé si tal vez por esos inicios, un día recibí la llamada de
Alberto Donadío, quien me contó tenía en su poder una

resolución del organismo encargado de la conservación del medio
ambiente, el Inderena, que autorizaba la exportación masiva de
pieles de babilla a favor de unos curtidores bien conocidos y en
contra del equilibrio de su ecosistema.
Donadío manejaba una ONG, Propúblicos, y así hicimos
esa investigación, que contó con todo el apoyo de Álvaro Gómez.
El tema era tan inusual entonces, el del contrabando de especies
nativas y de un periodista investigando un hecho público, que
llamó la atención en varios sectores.
El director del Inderena convocó en Villavicencio a un
debate público –entonces los funcionarios respondían por su
comportamiento y asumían el costo político de sus decisiones- con
todos los interesados en el tema, y le fue tan mal allí, que regresó a
renunciar a su cargo.
En El Siglo están las entregas de esa investigación.
Luego hice otro trabajo de investigación sobre la corrupción
en la Aduana, Así se Soborna en Colombia, que me significó mi
primer premio nacional de periodismo, en 1979. Enrique Santos
Castillo me invitó a trabajar en El Tiempo, pero yo preferí
quedarme en El Siglo, por su independencia, y en reconocimiento
Álvaro Gómez me anunció que el diario había decidido –o sea, él-
becarme para estudiar Derecho. Ahí mismo llamó al decano de la
facultad de la Universidad Católica, el consejero de Estado Jaime
Betancur Cuartas, quien por lo demás me conocía pues él era mi
fuente, y le preguntó si tenía un cupo, porque el periódico me
becaba. Al día siguiente entré en su facultad a las 6 de la mañana.

(La historia de cómo llegué a El Mundo y luego a El Espectador es cuento aparte,
que dejo pendiente, como la llegada de Alberto Donadío a El Tiempo…)
Estoy seguro de que si a los periodistas de El Siglo nos
preguntaran sobre la experiencia de entonces los relatos serían
muy coincidentes en resaltar la dinámica y la afabilidad con que se
la implementó. Mauricio nos dejó un legado no sólo por su trabajo
y dedicación, sino también por su afabilidad, si se tiene en cuenta
que se trata de una de las pocas características humanas que
enriquecen a quien la da, y a quien la recibe. R. I. P., Mauricio.

°Fabio Castillo es periodista y autor