“Yo no soy narco”: Pablo Escobar

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

(A propósito de los treinta años, el pasado 3 de diciembre, de la muerte del capo)


“¡No! ¡Yo no soy narco!”, fue la tajante respuesta que me dio Pablo Escobar Gaviria, entonces
honorable parlamentario, cuando le pregunté a quemarropa, en improvisada rueda de prensa con
varios colegas, si él era realmente narcotraficante.

Lo dijo, sí, a las puertas del Salón Boyacá del Capitolio Nacional, cuando iba a abrirse una sesión
plenaria en la Cámara de representantes, donde él recién había asumido su curul, en 1983, por ser
suplente de Jairo Ortega, reconocido dirigente santofimista.

Fue una pregunta atrevida, es cierto. Y peligrosa. Sin medir siquiera los graves riesgos de hacerla,
pues ya sabíamos, en círculos periodísticos, que sus guardaespaldas solían tomar atenta nota de
tales desmanes, para actuar luego en consecuencia.

Me salvé de milagro, por lo visto. El asunto en cuestión no pasó a mayores.

Lara y Galán

Meses más tarde, los riesgos se multiplicaron, otra vez con el personaje de marras.
¿Cómo? Muy simple: en mi condición de redactor político en Colprensa, hice allí públicas las
denuncias, a través de una decena de periódicos regionales (entre ellos, El Colombiano), del
senador Rodrigo Lara Bonilla contra su colega Alberto Santofimio, a quien acusó de financiar su
campaña política con dineros de la mafia, en tácita referencia al Cartel de Medellín encabezado
por Escobar.

Lo que luego sucedió es bien conocido a través de una amplia crónica que escribí al respecto,
publicada por El Espectador.

Lo cierto es que Pablo, como era de esperarse, no tardó en darse por aludido, tanto que, poco
tiempo después, ordenó el asesinato de Lara Bonilla (1984), su osado acusador del Nuevo
Liberalismo, facción política dirigida por el senador Luis Carlos Galán, asesinado también por orden
suya en 1989, cuando estaba a un paso de ser elegido presidente de la república.

A ambos senadores, en fin, les costó la vida seguir librando su recia lucha contra el narcotráfico en
Colombia y, en especial, contra él, mundialmente conocido por ser jefe supremo de la mafia más
poderosa y temida, quien ya había desatado en nuestro país una guerra terrorista sin precedentes.

Años de terror

Por segunda ocasión, en estos años de terror me salvé de milagro por haberme alejado del
periodismo político para dedicarme de lleno a la economía en el diario La República como jefe de
redacción, cargo del que daría el salto a la vida académica en Manizales, donde los presuntos
sicarios debieron haberme perdido el rastro.

No sucedió así, en cambio, con Colprensa, agencia noticiosa que fue blanco de algún ataque
terrorista, mientras su director, Jorge Yarce, recibía protección especial del gobierno ante las
amenazas provenientes del Cartel de Medellín, en retaliación por las denuncias arriba citadas,
similares a las que provocaron el atentado criminal contra Guillermo Cano (1986), director de El
Espectador, periódico cuya sede voló en pedazos tras la explosión de un carro bomba (1989),
puesto allí por orden de Escobar.

Fue precisamente en 1989 cuando regresé a Bogotá para asumir la subdirección de La República
en medio de esa guerra terrorista con carros bomba a granel, bandas de sicarios que asesinaban
policías, muertos y más muertos, sangre y más sangre.

Yo, por mi parte, residía en un pequeño apartamento frente a la embajada americana, uno de los
sitios más peligrosos del país en aquel momento, por razones obvias.

Cada noche sentía la muerte encima, oyendo explotar bombas ahí cerca, si bien nos libramos de
que estallara un rocket en la embajada, lanzado desde los cerros vecinos, por haberse clavado en
uno de los gruesos muros de protección, a modo de blindaje.

Me salvé por enésima vez, gracias a Dios.

La caída del capo

Un buen día: el dos de diciembre de 1993, el director de La República, Rodrigo Ospina Hernández,
bajó a mi oficina, abrió la puerta sin previo aviso y, con el rostro pálido, dijo sin rodeos, en voz alta:
“¡Por fin cayó!”.

No tuvo necesidad de aclararme a quién se refería. Todos supimos quién era, quién había caído
sobre el techo de una casa en Medellín, bañado en sangre.

Obviamente era Pablo Escobar, el mismo que llegó a ser representante a la Cámara, donde negó, a
pie juntillas, que él era narcotraficante o algo parecido.

“¡Yo no soy narco!”, recordé en el preciso instante de tan esperada noticia, como volví a hacerlo el
pasado dos de diciembre, cuando se cumplieron treinta años de la muerte del capo.
Menos mal que el tiempo siempre dice la última palabra. O la verdad, mejor. Y hace justicia.

(*) Escritor y periodista. Exdirector del diario “La República”