A Fernando, Nora, Felipe y Daniel, bondadosos anfitriones
por Juan Pabón Hernández (*)
De El Tajo, que es un río sumiso, surge una montaña seductora y Toledo se eleva hacia el horizonte, como recogiendo ecos de la historia musulmana, con sueños contados desde su propia leyenda.
Las calles se entrelazan, rememorando el instante en que una princesa tejía su cabello y dibujaba en sus trenzas las rutas de al-Ándalus, mientras un viejo amor moro se asomaba en la sonrisa de una media luna roja.
Allí, una clepsidra da paso al agua para medir un tiempo distinto, sagrado, que inspira a la nostalgia a sembrarse en una mezquita, en una iglesia, o en el sosiego romántico de una sinagoga hecha de luz.
No es extraño percibir goznes de cerrojos, lamentos que brotan de una cueva ancestral, o suspiros de un torreón que vigila, desde el Alcázar, el imaginario de los duendes, cantando hermosos versos en silencio.
Los hidalgos españoles y los califas árabes la amaron, o la inventaron -quizá-, los artesanos cosecharon su cultura y la identidad se hizo bienaventurada de tanto presentir los sinónimos proverbiales de su epopeya.
Y se volvió costumbre andar por una huella majestuosa que recorre los caminos empedrados, con esa espiritualidad habitual que adquieren los siglos cuando concilian con el destino la nobleza de las ciudades.
Toledo es una fábula con rumor de lejanía y es fácil adivinar en ella la sombra de Garcilaso, gozar un poema de Santa Teresa al son de un campanario, intuir una pintura de El Greco, o añorar la melancolía de Jorge Manrique “¡qué se fizieron las damas, sus vestidos, sus tocados…los infantes de Aragón… ¡qué se fizieron!”.
(*) El autor, Juan Pabón Hernández, cucuteño de toda la vida. Ex presidente de la Academia de Historia de Norte de Santander y poeta consagrado. Catedrático. Es editor de «Imágenes», revista dominical del Diario La Opinión de Cúcuta.